Publicado en LaMarea.com

En su imprescindible obra La Gran Transformación, el economista y antropólogo Karl Polanyi nos recordó que “antes de nuestra época, no ha existido ninguna economía que estuviese controlada por los mercados”. Polanyi insistía mucho en esa idea porque permitía impugnar el pensamiento liberal según el cual la sociedad, todas las sociedades, siempre habría estado subordinada a los caprichos del mercado. Él planteaba que sólo ahora, bajo el sistema económico capitalista, “en lugar de que la economía se incorpore a las relaciones sociales, éstas se incorporan al sistema económico”. Es decir, se invierte una relación histórica. En vez de que la sociedad decida qué producir, cómo distribuir y consumir para vivir mejor -esto es, hacer economía-, estas decisiones son ahora tomadas externamente a la sociedad, por la lógica del mercado autorregulado, e imponen la plena subordinación a tales decisiones. La sociedad queda esclavizada a la economía o, más adecuadamente, a los caprichos del mercado.

Todo ello no es menor. En las últimas décadas el esfuerzo de los trabajadores ha permitido desarrollar las capacidades productivas hasta el punto de que hemos conseguido dotarnos como comunidad de servicios públicos, tales como la sanidad, la cultura o la educación, que nos hacen la vida más larga y plena. La esperanza de vida se ha incrementado en las últimas décadas, a pesar de que siguen existiendo enormes divergencias en este punto entre clases sociales. En todo caso, nadie duda que el trabajo nos haya liberado de muchas penalidades propias de otras épocas. En definitiva, el aumento de la esperanza de vida ha sido una conquista del trabajo.

Por eso debería al menos sorprender las declaraciones de tantos analistas liberales y dirigentes políticos al respecto del “peligro” que supone el incremento de la esperanza de vida. Es más, las últimas reformas del PP y PSOE respecto al sistema público de pensiones hablan directamente de “riesgo demográfico”. Asalta la duda. ¿Puede ser una conquista social a la vez un peligro o riesgo? Si es así, ¿sobre quién o qué sujeto recae tal peligro y riesgo?

Inmediatamente los analistas precisan: existe riesgo, pero es de ámbito económico. Una cuestión financiera que relaciona los ingresos y los gastos. Hay menos ingresos en la seguridad social, como consecuencia de la menor cantidad de trabajadores (y peores salarios, cotizaciones y otras variables) y hay mayores gastos, como consecuencia de una mayor cantidad de pensionistas y de una mayor calidad de vida que les hace durar más tiempo y, en consecuencia, ser beneficiarios de más dinero. El resultado es que se dan los déficits en la seguridad social, es decir, más gastos que ingresos, y procede hacer reformas para acomodar tales gastos a los menguantes ingresos. Este es el discurso.

Puede impugnarse ese falaz argumento en muchos puntos. Desde por qué no optar por incrementar los ingresos (fomentando la creación de empleo, mayores salarios y mayor redistribución de la renta), hasta por qué no financiar la seguridad social con cargo a los presupuestos generales del Estado y no sólo mediante cotizaciones sociales. Hay abundante literatura al respecto para quien desee consultarla o estudiarla. Ahora interesa en cambio remarcar la línea abierta por Polanyi.

Decíamos antes que la esperanza de vida se ha incrementado. Pero, ¿vivir más es también vivir mejor? Vamos a verlo, con los datos encima de la mesa.

En 1995 un hombre de 65 años aspiraba a vivir, de media, unos 16,2 años más. Actualmente –con datos de 2010- esperará vivir varios años más, hasta 18,5 años. En el caso de las mujeres estos datos serían de 20,2 años y 22,7 años respectivamente. Parece claro, entonces, que la primera hipótesis se confirma: vivimos más tiempo.

Para confirmar la segunda hipótesis, que vivimos mejor, tenemos que utilizar otros indicadores. Afortunadamente la Comisión Europea tiene un observatorio (European Health and Life Expectancy) especializado en esta temática y que nos proporciona los datos que necesitamos. El indicador que nos vale es el de Años de Vida Saludable (AVS), que cuantifica el tiempo que vivimos sin sufrir una discapacidad importante.

En 1995 un hombre de 65 años aspiraba a vivir, de media, unos 10,1 años más de vida saludable. Actualmente aspirará a vivir únicamente 9,6 años más. En el caso de las mujeres esos datos son de 11,6 años y 8,9 años respectivamente. Así, y aunque cabe advertir que la metodología de cálculo de los indicadores ha cambiado en el tiempo, la esperanza de vida saludable no sólo no se ha incrementado sino que además se ha reducido. La segunda hipótesis no se confirma: no vivimos mejor.

Hasta el punto de que en España en 1995 el porcentaje de vida saludable sobre la esperanza de vida era para los hombres del 60%, lo que significa que del tiempo que, a partir de los 65 años, nos quedara en vida sólo un 60% lo sería en condiciones dignas. Actualmente ese porcentaje se habría reducido a poco más del 50%. En el caso de las mujeres incluso al 40%.

Utilizando otros indicadores llegamos a datos más concretos. Para 2010 y en España, cuando un hombre medio llega a los 65 años, espera pasar 7,5 años con una salud buena o muy buena, otros 7,5 años con una salud percibida mediocre, y 3,8 años con una salud mala o muy mala.

Y esto último es importante, ya que los incrementos en la edad de jubilación –como se hizo con la reforma del PSOE- afectan a los años de mejor calidad de vida. Así, es una forma de aproximar la edad de jubilación a la edad en la que las personas empezamos a vivir con discapacidades importantes. Con una edad de jubilación a los 67 años, como ahora está en vigor, los hombres sólo viviríamos 5,5 años con salud buena o muy buena. Una subida en la edad de jubilación mayor, como algunos analistas proponen, nos llevaría a estrechar aún más ese tiempo.

No cabe duda de que técnicamente es posible mantener el sistema de pensiones públicos en las actuales condiciones o incluso mejorarlo, rebajando la edad de jubilación aún más. Pero eso entraña riesgos y peligros para algunos sujetos económicos sobre los que debería recaer el peso de ese mantenimiento. Porque hablar de redistribución o de sistema fiscal justo es hablar de lo que los más ricos perderían en aras del mantenimiento de los servicios públicos. El peligro es para ellos.

Es entonces cuando las palabras de Polanyi se convierten en subversivas. Si nuestro sistema económico, para su desarrollo y supervivencia, subordina la vida misma a los caprichos del mercado, entonces procede invertir esa relación. Que no es otra cosa que reconocer que las capacidades productivas de una sociedad, sus recursos, deben estar orientados a criterios de trabajo, vida digna y felicidad y no a la concreta maximización de beneficios. Es decir, hay que acabar con los espacios que el mercado tiene conquistados a nuestras vidas.