El debate sobre la limitación de velocidad máxima a 110 kilómetros por hora ha sacado a la luz un problema que va mucho más allá de los debates filosóficos acerca del alcance del leviatán hobbesiano. No se trata, de hecho, de si el Estado es quien para decirnos a qué velocidad debemos conducir o si podemos beber mientras lo hacemos, como nos recordaba Aznar allá por 2007. Hablamos en cambio de un problema subyacente que debería estar en la agenda política de forma permanente.

La reducción de la limitación de velocidad a mí me parece insuficiente y mal planificada, pero necesaria. Es una buena medida, pero que tiene que estar acompañada de otras muchas más en un amplio y ambicioso programa de cambio de modelo de producción y consumo.

España importa casi el 80% de la energía que consume, y además tiene un déficit comercial que no hace sino crecer y crecer como puede verse en el gráfico adjunto. Y aunque la importación de petróleo no tenga la culpa de todo, ni mucho menos, sin duda tendrá una responsabilidad creciente en el futuro debido a la más que probable evolución de su precio. Y es que cada vez que alimentamos nuestra particular mascota contaminante estamos haciendo que nuestro país tenga que importar el petróleo, contribuyendo así a dañar la situación comercial de España.

Pero no es sólo una cuestión puramente económica o de hábitos. Es cierto que hay mucha gente que usa el coche de una forma cultural, como parte de un modo de ocio. La gente se desplaza en coche demasiado, despilfarrando energía, y en otras ocasiones incluso como medio para acceder a un determinado tipo de diversión (por ejemplo, el de los centros comerciales). Pero más allá de las cuestiones culturales encontramos también una cuestión sistémica, y es que el propio modelo de producción y consumo ha conducido a que necesitemos el coche. La propia configuración geográfica de las ciudades nos obliga a usar el coche cada día, estableciéndose los lugares de residencia y de trabajo cada vez más alejados entre sí.

Lo que es sorprendente es que hasta ahora todavía no se haya hecho nada relevante para remediar este problema. En realidad la respuesta que se ha dado hasta ahora ha sido la de alimentar con gasolina el fuego, construyendo más y más carreteras y promocionando una forma de desplazamiento que no tiene ningún futuro en las sociedades del mañana. Los combustibles fósiles se están encareciendo y llegará un punto en el que alcancen precios directamente inasumibles, y si ese momento llega y no estamos preparados con una alternativa sistémica entonces nos vamos a ver con enormes problemas políticos y sociales. De hecho el sistema económico sencillamente colapsaría, y sin duda detrás vendría una fuerte crisis social.

Dado que es un problema de medio-largo plazo se requieren soluciones adecuadas a esos plazos, y no reformas cortoplacistas y temporales. Es necesario un amplio programa de reestructuración que ponga por delante la mejora radical del transporte público (en infraestructuras y precios). Como primera pata hay que crear y promocionar el metro, los autobuses, los cercanías, los trenes de media y larga distancia y todo transporte no-privado. Por supuesto, debe ser un sistema que se alimente de energía renovable. Eso nos lleva a otra pata del programa: es urgente promocionar la energía renovable e ir sustituyendo la no-renovable, no sólo en el transporte sino también en la industria del nuevo modelo productivo. Y finalmente, en una tercera pata, necesitamos crear un sistema de incentivos -instalado progresivamente- que vaya desplazando el transporte privado hacia el transporte público. Esto puede hacerse subiendo los impuestos a la gasolina, limitando la velocidad aún más (no por el óptimo energético, sino por el óptimo del tiempo de trayecto) u otras medidas similares.

Es a la luz de este enfoque cuando puedo evaluar la medida del gobierno, y asumirla como necesaria e insuficiente por igual. Y sigo creyendo firmemente en que si como sociedad no enfrentamos este problema de forma progresiva, democrática y responsable, entonces tendremos que hacerlo más temprano que tarde de forma forzosa y violenta. Porque a medio plazo los científicos no dan otras alternativas, y el sistema natural no acepta prórrogas.