Desde los años setenta se ha producido una radical transformación en la relación entre el sistema financiero y el sistema productivo, lo que ha tenido importantes consecuencias en todos los planos del sistema económico capitalista. Las formas de financiación de todos los agentes económicos han cambiado no sólo en su cuantía sino también en su naturaleza, y en última instancia todas estas transformaciones se han acabado materializando conjuntamente en distintas crisis financieras y económicas, cuya superación conlleva siempre un altísimo coste económico y social.

La función primordial que ha realizado tradicionalmente el sistema financiero dentro del sistema económico capitalista es la de canalizar los recursos ahorrados por los agentes económicos con superávit hacia las empresas que quieren invertir o hacia los hogares que quieren consumir por encima de sus recursos propios. Dentro de este esquema los bancos han sido los actores principales al funcionar como intermediarios financieros, recogiendo fondos ahorrados en forma de depósitos y destinándolos a la inversión y al consumo en forma de préstamos. Sin embargo, en las últimas décadas los cambios en la configuración de la economía mundial han provocado una serie de transformaciones que han afectado a este modo de funcionar, desvirtuándolo e introduciendo nuevos actores y mecanismos.

Las reformas estructurales llevadas a cabo a partir de la década de los setenta, así como el final de Bretton Woods, dieron inicio a un nuevo contexto internacional donde el ámbito financiero comenzó a dominar y determinar el funcionamiento del ámbito productivo. Esta nueva configuración de las relaciones entre el sistema productivo y el sistema financiero es el pilar de lo que muchos autores han llamado la financiarización. Sin embargo, no puede entenderse este fenómeno sin atender a los procesos constitutivos del mismo y los sujetos que se encuentran detrás. No en vano, la financiarización es un proceso alimentado por la ideología neoliberal y que se ha consolidado gracias a las políticas económicas y monetarias llevadas a cabo por los distintos gobiernos y bancos centrales.

Para comprender el origen es necesario remontarse a finales de los años sesenta, cuando la baja rentabilidad ofrecida por el sistema productivo provocó una crisis estructural que dio lugar a fuertes procesos inflacionarios. La inflación tenía como consecuencia fundamental la erosión de los patrimonios financieros, ya que bajo su efecto los prestatarios salen beneficiados y los prestamistas perjudicados, de modo que las clases más pudientes y con más ahorros financieros sufrieron con mayor intensidad los efectos de la inflación. La ideología neoliberal, tras la cual se parapetaron las clases más acomodadas y que tomó forma primeramente en los gobiernos de Pinochet, Reagan y Thatcher, supo dar respuesta a esta situación a través de la imposición de altísimos tipos de interés que provocaron dramáticos incrementos del desempleo y bajos niveles de crecimiento económico y tuvieron un impacto durísimo en las deudas externas contraídas por los países subdesarrollados.

A partir de ese momento todas las reformas políticas, económicas y monetarias han estado encaminadas a garantizar esta nueva configuración económica en la que las finanzas predominan sobre lo productivo. Las reformas políticas condujeron a las autonomías de los bancos centrales, que pasaron a preocuparse únicamente por los procesos inflacionarios y dejaron de lado problemas económicos como el empleo o la desigualdad. Dirigidos por tecnócratas, los bancos centrales logran mantenerse a salvo de los poderes públicos asentando así un duro golpe a la democracia. Las reformas económicas han estado orientadas a reformar el mercado laboral con el objetivo de controlar los salarios (a los que se culpa principalmente de la inflación) y recuperar las tasas de ganancias productivas, así como a desregular los mercados tanto del sistema productivo como del sistema financiero. Y las políticas monetarias, siempre en conjunción con las anteriores, se han movido siempre buscando garantizar tipos de interés reales positivos.

Como consecuencia de todo ello, el sistema financiero ha comenzado a arrojar mayores rentabilidades que el sistema productivo. Las desregulaciones en el mercado financiero han ensanchado los espacios de valorización, y los capitales se han dirigido fundamentalmente hacia el mercado financiero y han dejado así de fluir progresivamente hacia el ámbito productivo. Resultado de ello es el aumento de la liquidez en el ámbito financiero y la generación de episodios regulares de burbujas financieras que han permitido sostener el crecimiento económico hasta que han estallado y devenido en crisis.

Ese diferencial de rentabilidades entre el ámbito productivo y el ámbito financiero también provoca que las empresas prefieran financiarse en los mercados de capitales, emitiendo bonos o acciones, antes que vía préstamos bancarios, así como también que los hogares apuesten por destinar sus ahorros a los mercados bursátiles en vez de mantenerlos en forma de depósitos. Como consecuencia, los bancos han tenido que adaptarse a esta nueva situación y han abierto nuevas líneas de actividad financiera que incluyen la gestión de fondos de inversión colectiva y la masiva recogida de capitales provenientes de otros fondos de la misma naturaleza o de los ciudadanos a través de estrategias más agresivas. Aquí encontramos, por ejemplo, una de las razones clave para entender la crisis de las hipotecas subprime originada en el verano de 2007.

Los inversores institucionales (fondos de pensiones, fondos de inversión, compañías de seguros) han crecido enormemente en los últimos años, y se caracterizan por recoger capitales de otros inversores institucionales, fondos colectivos o particulares y destinarlos al mercado financiero en busca de espacios donde puedan revalorizarse.

De entre los mismos destacan en particular los fondos de pensiones, que son el resultado de las privatizaciones parciales o totales de los planes de pensiones públicos (práctica en la que fue pionero Chile bajo la dictadura de Pinochet y el asesoramiento de los «Chicago Boys») y de las menores contribuciones a los mismos como consecuencia de los menores salarios reales propios de las últimas décadas.

También cobran importancia los fondos alternativos (fondos de cobertura, fondos de capital riesgo, fondos soberanos…), que tienen un carácter puramente especulativo (los fondos de cobertura, por ejemplo, estuvieron prohibidos en Alemania hasta 2004) y gran capacidad de apalancamiento (operando y especulando con préstamos, con lo cual el riesgo sistémico es mucho más elevado). Los fondos de capital riesgo se constituyen para la compra de empresas, su posterior reestructuración (proceso que puede incluir el despido de los trabajadores, la optimización de los procesos organizativos de la empresa, la diversificación de sus actividades o sencillamente el cambio de nombre) y su final venta o salida en bolsa con la que obtienen sus beneficios.

Otros actores importantes son los fondos de riqueza privada, que se forman como fondos de las personas más ricas del mundo y que han aumentado en cantidad como resultado del crecientemente desigual reparto de la renta y en particular por las sucesivas reformas fiscales que han disminuido el carácter progresivo propio de los sistemas impositivos.

Por otra parte, los hogares han visto mermada en las últimas décadas sus rentas provenientes del trabajo, esto es, los ingresos salariales. Pero han logrado sostener el consumo gracias tanto a las rentas financieras, derivadas de las inversiones financieras en acciones o más generalmente en los inversores institucionales, como a un fuerte endeudamiento. Como consecuencia, en períodos de estallido bursátil la renta neta se ve perjudicada por el descenso de las rentas financieras, mientras que el mantenimiento de las deudas compromete seriamente el consumo y, por lo tanto, el esquema completo del capitalismo financiarizado.

Las empresas también han cambiado de naturaleza en los últimos tiempos como consecuencia de los efectos de la financiarización. Dado que uno de los mercados financieros donde los agentes financieros (bancos, inversores institucionales, etc.) invierten capital en busca de su revalorización es el mercado bursátil, donde se venden y compran acciones que otorgan derechos sobre la propiedad de las empresas, una nueva lógica ha inundado la actividad de las mismas. Más preocupadas por la creación de valor bursátil, a través de las presiones de sus accionistas, que por las estrategias productivas a medio y largo plazo, las empresas que cotizan en bolsa han quedado bajo el dominio de lo financiero.

Para alinear los incentivos de los directivos y los accionistas, nuevos instrumentos financieros como las «stocks options» han conseguido sutilmente que toda la gestión empresarial esté enfocada única y exclusivamente a la creación de valor. Y dado que la extensión de los agentes financieros es espectacular, la presión de la competencia obliga a todas las empresas a sucumbir ante este tipo de comportamiento, que muchas veces incluye prácticas que transgreden la legalidad establecida. Los casos de contabilidad creativa, por ejemplo, no son sino el resultado de este tipo de lógica que presiona a las empresas a maximizar el valor creado en el menor plazo posible. Para más inri, muchas de las operaciones que estas empresas realizan (por ejemplo utilizando vehículos de inversión) tienen lugar en paraísos fiscales donde no existen regulaciones ni nacionales ni internacionales.

La presión de los accionistas, además, no sólo se limita a la creación de valor bursátil sino también al reparto de dividendos, de tal forma que la reinversión productiva (la parte de los beneficios que se destinan a reproducir la actividad productiva) es la que sale perjudicada en este nuevo esquema de funcionamiento.

En definitiva, este nuevo marco de funcionamiento de la economía revela que el capitalismo ni siquiera es capaz de asegurar su propia supervivencia y que el sistema financiero no está ejerciendo su función, crucial, en el mismo. Precisamente para evitar esto último se hace necesario crear mecanismos públicos, libres de la presión de la competencia, que aseguren al sistema productivo los flujos de capitales que necesita. Si el sistema financiero sigue ofreciendo rentabilidades más altas que el sistema productivo será imposible evitar que la actividad económica quede subsumida en procesos de especulación y crisis.

Esto no significa, no obstante, que la salida a la crisis vaya a venir por la izquierda. Es posible y, dada la relación de fuerzas actual, muy probable una nueva regresión social en forma de reformas laborales que contraigan aún más los salarios a favor de los beneficios empresariales. Dichas medidas pueden servir para recuperar las tasas de ganancia en el sector productivo, mientras que probablemente los mercados emergentes pueden dar espacio aún para que la producción encuentre salida a pesar de los bajos salarios en los países desarrollados. En todo caso esta segunda salida no será sino una huída hacia delante con consecuencias aún más desastrosas que hay que evitar desde ya.

Alberto Garzón Espinosa