Pedro Sánchez dijo ayer en un programa de televisión que él «era republicano, sobre todo de valores». Me llama la atención ese recurso a los valores. También me argumentó así el expresidente José Luís Rodríguez Zapatero en un debate sobre la monarquía. Entonces debatíamos acerca del referéndum que exigimos desde IU en ocasión de la abdicación del rey Juan Carlos de Borbón. Los valores… ese significante difuso que se utiliza a menudo como refugio donde depositar lo que uno dice pensar mientras se dedica a hacer lo contrario. El clásico «yo soy republicano pero…». Ese pero nos indica que hay algo de mayor jerarquía; algo ante lo que es imposible resistirse. Al fin y al cabo el PSOE votó en contra del referéndum de la misma forma que votó a favor de la monarquía y de Felipe VI. Por cierto, en un proceso en el que ya era Pedro Sánchez una cara muy visible. Tanto que tuve mi debate con él –y Pablo Iglesias- en la tertulia de Mañanas de Cuatro.

Ahora bien, ¿qué hay por encima de los valores? La respuesta es el orden. Pero, en realidad, no cualquier orden sino su orden.

Durante la breve II República francesa (1848-1852) dos grandes partidos, los orleanistas y los legitimistas, ambos monárquicos, se unieron en lo que se llamó el Gran Partido de Orden. Hay dos aspectos simbólicos en aquel caso histórico. El primero, que ambos se unieron a pesar de sus diferencias. Los orleanistas y legitimistas representaban intereses económicos distintos, pues unos representaban a la burguesía financiera y otros a los terratenientes. El segundo, que aunque ambos eran monárquicos, cada uno de ellos defendía una dinastía distinta. Y eso no es poco. Sin embargo, el terreno de juego en el que se unieron fue el de… ¡la república! Los monárquicos defendieron la república frente a los socialistas y sus revoluciones, e intentaron lo mismo –fracasando, por cierto- frente al emperador venidero Napoleón III. Paradojas de la historia, monárquicos hablando en nombre de –y defendiendo a- una república que odiaban.

No creo que legitimistas y orleanistas estuvieran cómodos apoyando un sistema político en el que no creían, pero para ellos el orden era más importante. Su orden. El miedo a los socialistas y a las revoluciones populares era mucho más poderoso. Aquellas banderas rojas y aquellos desposeídos organizados eran fuerzas de ruptura. Y la ruptura y el orden se llevan mal; muy mal. Y por el orden se sacrifica todo, incluso los valores.

El orden puede ser entendido de esa forma, como un intento de estabilizar instituciones y forzarlas a permanecer congeladas aunque la sociedad ya demande otras configuraciones distintas. Un orden empeñado en no cambiar sus cimientos, aunque estén carcomidos. Un empeño que a medio plazo es infructuoso. La historia de la política revela que, al final, no hay orden permanente. Siempre suceden revoluciones –Marx-, acontecimientos –Heidegger- o encuentros con lo Real –Lacan. Nada es inamovible. Ese tipo de orden es imposible.

Pero esa relación con el orden, que siempre cristaliza en un diseño institucional concreto –con su vértice en una constitución-, es lo que proporciona una identidad compartida. Son partidos de orden, aunque sus dinastías, colores, banderas e historias sean diferentes. Sus intereses concretos encajan en la defensa común de ese orden. Y a eso, que no a otra cosa, se le llama hoy en España bipartidismo.