Por Juan Torres López y Alberto Garzón Espinosa
Una de las características que ayudan a describir mejor el funcionamiento de los regímenes totalitarios es la de su intento permanente por desviar la atención hacia cuestiones de menor trascendencia, consiguiendo así dejar al margen de la vista y de la crítica aquellos otros temas que tienen una importancia suprema. En este sentido, cualquier recurso es válido si consigue sus objetivos, y sabemos gracias al paso de la historia que muchas han sido y son las posibles formas de lograrlo. Desde el pan y el circo hasta la censura más extrema vivida en sanguinarias dictaduras.
Hoy en día, en nuestras sociedades democráticas actuales, se percibe también el uso de dicha estrategia, que aunque de una forma mucho más sutil y perfeccionada logra igualmente que los asuntos cruciales queden al margen de las voluntades de las personas. Este es el método que utiliza el liberalismo realmente existente, aquel que se practica en la realidad social y que poco tiene que ver con el que venden los manuales de economía.
Los liberales han conseguido con su discurso, y con la notable ayuda de los grandes medios de comunicación, separar del debate público aquello que para ellos no debe ser discutido socialmente. Así, cuestiones como la distribución de la riqueza han pasado a un segundo plano y se les ha otorgado un estatus ideológico. Se puede opinar, dicen, pero quienes se pronuncian sobre estos temas se están dejando influir por sus preferencias ideológicas. En cambio, asuntos como la estabilidad de precios y todas aquellas cuestiones relacionadas con la política monetaria son presentadas bajo la forma de problemas técnicos. En este caso, dicen los liberales, hablamos de soluciones técnicas despolitizadas y desideologizadas ante problemas comunes que nos afectan a todos por igual.
Sin embargo, detrás de este planteamiento se esconde la realidad de los intereses y las verdaderas preferencias ideológicas. Efectivamente, la distribución de la renta es un problema económico cuya solución está determinada por las preferencias ideológicas de quienes las propongan. La diferencia de ingresos entre el 20% más rico y el 20% más pobre era de 30 a 1 en 1960, de 60 a 1 en 1990 y de 80 a 1 en nuestros días, y las medidas a tomar para revertir esta tendencia o agudizarla dependerán de en qué lugar en esta escala se encuentre el propulsor de las mismas.
Lo mismo ocurre con las cuestiones monetarias. La decisión de mantener la estabilidad de los precios afectará más gravemente a aquellos que dispongan de más dinero y, en particular, a aquellos que más préstamos hayan realizado. Los prestamistas pierden capacidad adquisitiva cada vez que el dinero que han prestado pierde valor, pues más fácil les resulta a los prestatarios devolverlos en el plazo acordado. De la misma forma, una subida en los tipos de interés de referencia (o una sola insinuación en este sentido por parte de la autoridad) será desigual para las familias endeudadas y para los bancos, ya que mientras los primeros verán aumentada la carga de la deuda, los segundos se beneficiarán de ese mismo incremento.
La decisión de otorgar una credencial técnica y superior a las cuestiones monetarias es, efectivamente, una decisión política que esconde intereses económicos subyacentes. Y por supuesto también tiene consecuencias. La más grave para la democracia es el silencio al que se somete desde las esferas de poder, especialmente desde los medios de comunicación, a quienes acusamos a esta forma de entender la economía como tramposa, hipócrita y falaz.
No en vano, ya hemos visto su verdadera naturaleza con las multimillonarias inyecciones de dinero que han realizado los bancos centrales, y que a riesgo de generar altos niveles de inflación han tenido como objetivo salvar a los bancos de la quiebra que ellos mismos habían provocado. Así, los liberales han demostrado en este caso que las restricciones técnicas que eran teóricamente válidas para asuntos como la pobreza, el hambre o la desigualdad no han sido tales cuando de salvar el dinero de los ricos se ha tratado. Los liberales han revelado así una vez más su hipocresía y su engaño al resto de la sociedad.
La propia independencia del banco central es también una falacia en sí misma. ¿Por qué el banco central europeo no da prioridad al empleo y sí lo hace con la estabilidad de precios? ¿No es acaso esa una decisión política con importantes consecuencias sociales? Las medidas de respuesta a las crisis han revelado aquí también a quién beneficia este modo de actuar del banco central, y ponen en entredicho la función social del mismo. Su autonomía está legitimada por un discurso absolutamente falso e ideológico, y su democratización es parte ineludible de cualquier programa progresista.
En definitiva, nos encontramos en pleno siglo XXI con temas y asuntos económicos sobre los cuales se aplica una sutil censura, mientras que de otros temas ni siquiera es posible opinar. Los temas fundamentales, aquellos que sirven para configurar la economía y la forma en la que producimos, intercambiamos y consumimos, quedan entonces al antojo de unas pocas personas que tienen poder y dinero y que deciden en función de sus propios intereses. Se revela así el verdadero espíritu del liberalismo realmente existente: el espíritu del totalitarismo.
Editorial del número de Julio-Agosto de Altereconomia.org