Publicado en El País

Durante la crisis de 2008-15 las instituciones europeas y los Gobiernos nacionales promovieron políticas esencialmente en forma de recortes de gasto público y nuevas reformas laborales cuyo objetivo último fue rebajar los salarios. Se argumentaba que nuestro tradicional déficit comercial expresaba nuestra menor capacidad para competir internacionalmente, y se esperaba que las medidas propuestas redujeran los costes laborales unitarios, elevaran la competitividad y encaminaran nuestra economía al estándar de países más ricos como Alemania. Sin embargo, había algo fundamentalmente erróneo en ese razonamiento.

Durante la construcción de la Unión Europea sus impulsores perdieron de vista la importancia de la composición de las estructuras productivas. El heterogéneo grado de desarrollo de los países había sido motivo de preocupación al inicio del proceso, pero a lo largo de los años ochenta se tendió a considerar por igual todas las actividades económicas y se subestimaron sus diferencias cualitativas. Desde este punto de vista, la diferencia entre una economía que exporta aviones y otra que exporta patatas no sería relevante. Al final, se decía, la convergencia de los países en PIB per cápita se conseguiría con independencia de sus diferentes estructuras productivas.

Sin embargo, ya en 1990 Paul Krugman sugirió que esta interpretación podía estar equivocada. Según el economista estadounidense, si se consideran los rendimientos crecientes —la capacidad de una empresa para aprovechar su mayor tamaño y ofrecer productos más baratos y de mejor calidad; aspectos característicos de la industria— lo que se podía esperar dentro de un mercado único no es la convergencia entre regiones sino la concentración de ciertas actividades industriales en las partes del territorio que previamente estaban más desarrolladas, esto es, el noroeste de Europa. En la práctica, es lo que realmente ha ocurrido.

En efecto, mientras la periferia del sur de Europa se ha desindustrializado progresivamente, los países del norte han concentrado crecientemente el capital más intenso en tecnología. Las últimas crisis han provocado la migración de trabajadores altamente cualificados desde el sur al norte, agudizando el problema. Treinta años después de Maastricht, la convergencia norte-sur apunta a fracaso: en 1991, el PIB per cápita respecto de Alemania era del 93% para Francia, 91% Italia, 63% España, 52% Grecia y 49% Portugal, pero en 2018 esos datos son del 88% para Francia, 73% Italia, 64% España, 44% Grecia y 49% Portugal.

Debemos comprender que si en Alemania los salarios son más altos que en España no es porque los trabajadores de aquí seamos más vagos. La razón es que la estructura productiva de Alemania está especializada en sectores de alta intensidad tecnológica y con alto contenido en conocimiento, lo que funciona como tracción del resto de la economía. El camarero español es igual de productivo que el alemán, pero la estructura productiva es diferente y eso explica el diferencial de salario en toda la economía. Esto opera igual entre regiones dentro de cada país, donde una misma normativa laboral implica tasas de desempleo diferentes por la distinta estructura productiva.

El economista Nicholas Kaldor ya avanzó esta idea en los años sesenta, cuando explicó el papel crucial de las manufacturas sobre el crecimiento. Pertenecía a ese grupo de economistas del desarrollo que prefirieron anteponer los hechos a la teoría. Como recuerdan Erik S. Reinert y Ha-Joon Chang, los países hoy ricos crecieron por emulación de los que iban en cabeza, particularmente haciendo uso de la política industrial y protegiendo sus industrias como motor de desarrollo. En las últimas décadas los países que más han avanzado en PIB per cápita, como los asiáticos, han sido quienes más tuvieron presente la importancia clave de la industrialización.

La pandemia obliga ahora a nuestro país a repensarse. La clave estratégica es el peso de las actividades sujetas a rendimientos crecientes y alta intensidad tecnológica, es decir, manufacturas y servicios avanzados. Una economía que quiera tener salarios dignos debe incrementar su sofisticación y complejidad. De hecho, el concepto central no es la competitividad (que, como sabemos en España, puede ser tan precaria como los bajos salarios) sino la productividad de los sectores motor de la economía. Hablamos de un proceso que exige la colaboración y adaptación de todas las instituciones políticas, empresariales y sociales.