La muerte del preso cubano Orlando Zapata y la huelga de hambre que ha comenzado otro cubano, Guillermo Farinhas, ha despertado un incendiario debate en España. La más que evidente manipulación de las palabras del actor Willy Toledo en torno al asunto agudizó la cosa. Todos somos conscientes de que la situación en Cuba genera una división importante en la izquierda, y que dentro de algunos movimientos como Izquierda Unida existen opiniones para todos los gustos: desde posiciones anticastristas hasta posiciones procastristas, pasando por una amplia gama de opciones intermedias.

El debate, tal y como lo he presenciado yo, ha sido tramposo desde el inicio; y temo que muchos de los que han participado en él ni se han dado cuenta, probablemente cegados por sus propios prejuicios. Y es que no se trata de presentar la cuestión en términos dicotómicos, obligándonos a todos a posicionarnos en favor o en contra de la muerte de un presunto disidente cubano. No nos engañemos: todos conocemos los resultados y recorridos de las posibles respuestas.

Sencillamente lo que se suele estar queriendo preguntar es si se está de acuerdo con la revolución cubana en su estadio actual. La pregunta sobre los presos cubanos suele ser un mero «proxy» para llegar a la misma pregunta de fondo de siempre; se está o no se está de lado del sistema económico cubano, de su actitud frente a los siempre citados pero nunca leídos derechos humanos y de su, en términos de ciencia política ortodoxa, dictadura política.

Sabemos perfectamente que responder en la forma que hizo Willy Toledo, esto es, lamentando la muerte de los presos políticos pero recordando las circunstancias específicas de cada uno de ellos para evitar la manipulación mediática, será considerado una fórmula tibia y cobarde por aquellos que esperan una condena incondicional del sistema cubano. No es nada nuevo: los prejuicios suelen presentar la realidad en forma de todo o nada.

Pero en mi opinión lo más preocupante no es que haya personas opuestas al comunismo cubano, sino que nosotros mismos estemos cayendo en la trampa organizada por sus más feroces oponentes. Y me refiero a lo que se conoce como el control de la agenda, es decir, a la capacidad de decidir de qué se habla y de qué no, y si nos apuramos incluso acerca de cuánto y en qué terminos se hace.

¿Por qué hablar de Cuba, y no de tantos otros países? Sea cual sea el criterio a seguir de cara a determinar las preferencias temáticas para iniciar un debate, Cuba nunca aparecería en un lugar tan «privilegiado» como ocurre en los medios de comunicación y en todo tipo de debates políticos, incluídos los de cafetería.

Cuba no es el país más pobre, ni el menos desarrollado (de hecho aparece entre los más desarrollados según la ONU), ni está entre los menos libres según los habituales indicadores liberales. Ni siquiera es de los países que menos derechos humanos respetan, salvo que nos hayamos olvidado de que los derechos humanos según la Declaración Universal incluyen el acceso a la seguridad social, a la protección contra el desempleo, al trabajo digno, a una limitación horaria razonable, adecuados servicios sociales como educación, sanidad o vivienda y un acceso a estudios superiores igual para todos, entre otros.

¿Qué ocurre entonces para que Cuba siempre esté en la boca de la gente y en las portadas de los medios de comunicación? ¿Cómo se explica que personas autodenominadas de izquierdas sigan criterios tan poco consistentes? ¿Cómo podemos explicar todo ello si no es a partir de los prejuicios ideológicos que han sido adquiridos en el curso de un agudo proceso de manipulación informativa?

No, muchos ya sabemos que nada es perfecto. Sabemos que Cuba hace cosas mal de la misma forma que EEUU hace también cosas bien. El pensamiento simplista y nada riguroso amenaza con dominarnos a todos, y aquí la mayoría de la gente prefiere sacar la bandera -sea cual sea- a debatir con criterios racionales. Se prefiere usar los criterios arbitrariamente impuestos por unos pocos -lo que conocemos como «hacer el juego»-. Pero aquí nada es casualidad: dichos criterios ponderan a favor de un sistema social y un orden más que bien definido. Es tan evidente que me parece mentira que tantos no se hayan dado cuenta todavía.