Desde la aparición del homo oeconomicus, que tiene mucho que ver con la invención del mercado de trabajo, el pensamiento económico ha sido invadido, en casi su totalidad, por una lógica basada en la cuantificación, que a su vez es resultado de los procesos de abstracción.

Como consecuencia, el pensamiento dominante ha creado en las conciencias la concepción dogmática de progreso: dios todopoderoso al que debemos nuestra felicidad, y al que honramos mediante el sacrificio de nuestro esfuerzo. Todo sirve al progreso y a la vez es, no podía ser de otra forma, consecuencia de éste.
Hoy tenemos ordenadores más rápidos (de hecho, tenemos más ordenadores), navegamos cada día a mayor velocidad, disfrutamos de un avance en la esperanza de vida, compramos televisores cada vez más grandes y de mayor calidad, nos trasladamos de un lugar a otro en menos tiempo… El factor común es la mensurabilidad. Todo es cuantificable.

Nadie se pregunta hoy hasta qué punto hay que crecer, ya que se entiende que no hacerlo es señal inequívoca de crisis. Los economistas ortodoxos defienden -más les vale, en ello va su sueldo y/o su honorabilidad- el crecimiento económico con una esperanza teológica impropia del pensamiento científico, el cual se pretende objetivo.

Es verdad que, en los últimos tiempos, ciertas consecuencias del sistema capitalista han empujado a ciertos sectores de la izquierda política a modificar sus concepciones del sistema económico. Un débil cuestionamiento del mismo ha servido para que se introduzca algo tan sumamente importante como la naturaleza en los análisis, y que se creen diferentes modelos de desarrollo sostenible. Sin embargo, la esfermiza obsesión por la cuantificación trasciende este intento y se asegura una posición importante en los análisis ulteriores.

El progreso es un instrumento de suma importancia para la hegemonía capitalista y que, en este sentido, esclaviza a la humanidad. De un lado, los seres humanos tienen que trabajar continuamente para reproducir un sistema que no es capaz de satisfacerles nunca y, de otro, el progreso bloquea el discurso político, enmarcándolo en un diálogo de sordos donde todo está previamente limitado.

Como resultado de esto último, la izquierda pragmática reduce su estrategia política a una simple técnica de mercado, la cual consiste en atraer, a través del sentido común, a la masa de ciudadanos capacitados para votarles. No han aprendido que el sentido común no es otra cosa que la filosofía de la clase dominante; está previamente impuesto.

La estructura mental común, a la que hacemos referencia en este artículo, no es capaz de asimilar que no existe disyuntiva alguna entre progreso real y estancamiento -dado que para ellos el único progreso posible es de naturaleza económica-, de modo que cualquier crítica a su progreso es inmediatamente tachada de utópica o primitivista. Para ellos, si no es medible y comparable cuantitativamente, no es válido.

La izquierda que yo quiero, y a la que defiendo, es aquella que busca superar estas restricciones en el pensamiento económico, y que desea ofrecer como alternativa al capitalismo un sistema económico que sirva realmente a las personas. No quiero ni reducir la lucha de la libertad a una lucha de rentas, ni tampoco quiero vender mis pensamientos en el mercado político.