En el momento en el que escribo esto aún no se conoce el resultado definitivo del referendúm en Irlanda, que reflejará si los ciudadanos de dicho país están a favor o en contra del Tratado de Lisboa, pero los resultados provisionales apuntan a una victoria del NO. De ser así, los que creemos en una Europa social y democrática habremos adquiridio una gran deuda moral con los irlandeses que se han posicionado en contra.

El Tratado de Lisboa es un paso más en la construcción, por parte de una minoría elitista, de una Europa antidemocrática y neoliberal, que cada vez se radicaliza más en sus postulados (la crisis económica está empujando a los ideólogos liberales al uso intensivo de medidas que profundizan en la crisis, aunque ellos consideren que son la verdadera solución). En esta huída hacia delante, tanto en lo económico como en lo político, el Tratado de Lisboa es una de las mayores vergüenzas que ha parido la Unión Europea.

Su nacimiento se debe al fracaso de la Constitución Europea, prácticamente idéntica en contenido al actual Tratado de Lisboa y rechazada hace unos años, vía referéndum, por Francia y los Países Bajos. Tras quedar paralizado el mal llamado proyecto Europeo (en el simplismo aberrante de medios de comunicación y políticos interesados da la sensación de que sólo existe un camino para alcanzar una Europa unida política y económicamente: el impuesto por ellos; y si uno no está de acuerdo, es antieuropeo por necesidad), se elaboró una estrategia antidemocrática que sólo encontraría un escollo: Irlanda. Y parece que ha sido suficiente para hundirles el proyecto de nuevo.

La estrategia constistía en camuflar la anterior Constitución Europea en un nuevo Tratado, modificación de los anteriores, y que no tuviera que ser sometido a una votación democrática. Así, el Tratado de Lisboa fue aprobado por los parlamentos de la mayoría de Estados miembros (en algunos como el de España, ese proceso no ha tenido lugar aún), ignorando las voces que pedían un referéndum e ignorando también, rastreramente, que los ciudadanos ya se habían pronunciado en contra del mismo proyecto.

La mayoría de los ciudadanos desconoce el entramado organizacional de la UE, constituido por instituciones que no responden a ninguna descripción de «lo democrático» y que, en la medida en que sí lo hace (como el Parlamento Europeo) es simplemente para enmascarar y adornar falsamente la realidad de la ilegitimidad de las decisiones tomadas en el seno de la UE. El proyecto actual de Europa, reflejado en el Tratado de Lisboa y anteriores, no es sino el sueño liberal de una minoría elitista que se cree con derecho a pensar y decidir por el bien de los súbditos. Es la vuelta del despotismo ilustrado, que viene acompañado de una regresión social sin parangón en Europa, y que nos venden envuelto en el mejor producto de marketing actual: la retórica progresista. Y como súbditos que somos, no tenemos derecho ni a opinar. A nosotros nos corresponde trabajar mucho, mal y sin remuneración suficiente; que de lo contrario, nos dicen, papá mercado enferma.

Si el Tratado de Lisboa es finalmente rechazado por los irlandeses, la izquierda tendrá la oportunidad de construirse a sí misma en torno a una concepción distinta de Europa. Una Europa más social y preocupada por el Medio Ambiente y el Desarrollo; una Europa de los ciudadanos y no de los burócratas y las prepotentes elites; una Europa con las preferencias fijadas en los trabajadores y no en los beneficios empresariales. Estaríamos en un momento histórico especialmente oportuno para transmitir a la ciudadanía un modelo distinto de organización mundial.