Desde hace unos años es bastante común que muchos debates sobre la desigualdad económica a nivel mundial comiencen con alguna referencia al trabajo de Branko Milanovic (1953) y, en concreto, a un gráfico con forma de S invertida que se ha popularizado como “el gráfico del elefante”. Yo mismo he usado sus investigaciones en varios artículos y debates públicos sobre la globalización («La extrema derecha es hija de la globalización» de diciembre de 2016 y «Por qué las clases populares no votan a la izquierda y qué hacer para evitarlo» de enero de 2018). Su último libro, Global Inequality, se ha convertido muy rápidamente en una obra clásica sobre la desigualdad, y ha tenido la virtud de haber conseguido que el debate pasara del ámbito académico al político.

La tesis fundamental del libro es que la globalización ha generado ganadores y perdedores a nivel mundial, lo que significa que no es un proceso políticamente neutro, y que mientras la desigualdad a nivel mundial entre países se ha reducido también es cierto que la desigualdad dentro de cada país se ha incrementado. Tomando como período de referencia los años que van desde 1988 hasta 2008, que reflejarían los años más intensos de globalización, Milanovic se pregunta qué individuos se han beneficiado más del crecimiento de los ingresos a nivel mundial. La conclusión es este gráfico:

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Como se puede ver, el 5% más rico de la población mundial se ha quedado con el 44% del crecimiento de los ingresos. Es más, el 1% más rico se ha quedado con el 19%. Datos que revelan con claridad quienes son los verdaderos ganadores de la globalización, a quienes Milanovic pone la etiqueta de «plutócratas globales». Estos plutócratas globales proceden de los países más ricos del mundo, y de hecho la mitad de ellos son estadounidenses. Para hacernos una idea de la magnitud de la desigualdad, basta recordar que en una igualdad estricta al 1% más rico le correspondería el 1%, al 5% más rico el 5% y así sucesivamente. La desproporción es obvia: la globalización ha producido un incremento de la tarta a nivel mundial, pero la parte más grande se la han quedado los más ricos.

Sin embargo, Milanovic no se queda en los datos absolutos sino en algo que políticamente es más relevante: los datos relativos. La gente suele dar más importancia a la valoración de sus ingresos actuales en relación con los del pasado y no tanto en relación con los de otros estratos sociales. Si tenemos en cuenta entonces la variación de ingresos entre 1988 y 2008 para los individuos a nivel mundial el gráfico cambia y se convierte en el “gráfico del elefante”. Tiene esta forma:

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Milanovic señala tres puntos clave. El punto A son los individuos que más han ganado en términos relativos, dado que han tenido un crecimiento de los ingresos del 80%. Son las personas que se sitúan en el percentil 50, es decir, lo que el autor llama «emergente clase media global» y que está formada fundamentalmente por individuos procedentes de países asiáticos. Para ellos la globalización ha supuesto una importante mejora en sus ingresos, aunque sigan siendo más pobres que los del punto B. El punto B, por el contrario, muestra un nivel de ingresos estancado en las últimas décadas. Casi todas estas personas proceden de países ricos y suelen ser las clases bajas-medias de los países de la OCDE, como España. Sus salarios no han crecido apenas en todo este tiempo y no perciben que la globalización les haya mejorado la vida. Y, finalmente, el punto C son los «plutócratas globales» de los que ya hemos hablado antes.

Esta distinción entre ganadores y perdedores es útil para entender cómo ha variado la percepción subjetiva de diferentes estratos sociales. Con estos datos es normal, por ejemplo, que los trabajadores urbanos de China e India valoren positivamente la globalización neoliberal y que, en cambio, los trabajadores de Europa occidental lo vean de forma opuesta. A finales del año 2014 un estudio del Pew Research Center mostró lo debilitada que estaba la confianza en el libre mercado en Europa del Sur. A la pregunta de si el libre mercado era mejor para la gente, en el mundo occidental respondían afirmativamente el 63% (frente al 30% que respondían negativamente). Pero en España sólo el 45% estaba de acuerdo con la afirmación (el 51% en contra), veintidós puntos menos que en 2007. En Grecia el porcentaje fue del 47% (50% en contra), Italia el 57% (31% en contra), Francia 60% (39% en contra) y en Japón el 47% (51% en contra). Estos datos contrastan con los de los países ganadores de la globalización, como los llamados países emergentes. Por ejemplo, en Vietnam el 95% estaba de acuerdo con que el libre mercado era mejor (frente al 3% que contestaba negativamente), y en China ese porcentaje era del 76% (frente a un 18%).  De hecho, los datos de 2011 corroboran que los trabajadores urbanos chinos ya tienen ingresos medios superiores a los de los trabajadores de países de la UE como Letonia, Rumanía o Lituania. Para Milanovic, como para otros entre los que me incluyo, estos datos son cruciales para entender por qué la democracia representativa liberal está siendo crecientemente cuestionada en los países más desarrollados.

El trabajo de Milanovic desvela también que en las últimas décadas se está produciendo una convergencia en el ingreso medio entre países. Aunque se detecta que aquí el peso de China e India son los que explican esa tendencia, ya que si se excluye a ambos de la comparación entonces la desigualdad global aumenta. Las predicciones de cara al futuro dependen en gran medida del comportamiento de los principales actores. ¿Qué pasará en el futuro? No se sabe bien. De momento sabemos que durante la crisis se ha producido una mayor convergencia porque los ingresos medios en los países desarrollados se han estancado mientras que en los países asiáticos han continuado creciendo.

Aunque el libro trata muchos asuntos de interés, hay dos aspectos más que me merecen unos comentarios.

El primero es que Milanovic teoriza sobre el desarrollo histórico de la desigualdad. ¿Es la desigualdad inherente al desarrollo capitalista? ¿Qué factores contribuyen a que crezca o disminuya?

Como sabrán los más especializados, el economista Simon Kuznets (1901-1985) popularizó una hipótesis sobre la desigualdad según la cual las economías capitalistas parten siempre de niveles bajos de desigualdad, luego ésta crece con el desarrollo económico y, finalmente, termina por descender hasta niveles muy bajos. Así, según esta hipótesis el desarrollo capitalista produciría inevitablemente desigualdad económica pero sólo en un primer momento, ya que en el largo plazo siempre acabaría disminuyendo. Esta tesis fue durante mucho tiempo compartida por la mayoría de los economistas porque los datos parecían validarla. Y es que empíricamente se ha demostrado que la Revolución Industrial disparó la desigualdad beneficiando a los propietarios de capital frente a los trabajadores, y que sin embargo desde la I Guerra Mundial la desigualdad comenzó a descender. El problema es que el crecimiento de la desigualdad en los países desarrollados a partir de los años ochenta del siglo XX ha cuestionado totalmente la hipótesis de Kuznets. Entonces, ¿cómo podemos explicar estas subidas y bajadas de la desigualdad en el tiempo?

Por ejemplo, ¿por qué disminuyó la desigualdad desde la I Guerra Mundial? Según la visión más extendida esto fue producto de la interrelación del fortalecimiento del movimiento obrero, que mejoró su capacidad para reapropiarse de parte del beneficio económico, los altos impuestos exigidos a las grandes rentas y al capital y por el esfuerzo bélico en sí mismo. Para algunos autores, por ejemplo David Harvey (1935) o por motivos distintos Thomas Piketty (1971), el capitalismo genera desigualdad de forma inherente y sólo acciones políticas, ya sean reformistas o revolucionarias, pueden contrarrestar esa tendencia. Desde este punto de vista, el período que aproximadamente va desde el final de la II Guerra Mundial hasta los años ochenta es excepcional. Así, para estos autores, que incluyen a la totalidad de los marxistas pero a muchos más también –como Piketty- la dinámica neoliberal es la dinámica natural del capitalismo.

Sin embargo, la posición de Milanovic es distinta. Él considera que la desigualdad en el capitalismo sube y baja en forma de ondas o ciclos de manera endógena, es decir, empujada por el desarrollo económico y no por la política, y que además no es siempre creciente. Su propuesta es la de extender el ciclo de Kuznets de forma repetida: el final no estaría en el descenso definitivo de la desigualdad sino que a ello le seguiría un nuevo crecimiento de la desigualdad. Así, para Milanovic la desigualdad de la era neoliberal sería la parte ascendente de una nueva onda de Kuznets y tendría su origen en la segunda revolución tecnológica y la globalización, de forma similar a lo que sucedió durante la Revolución Industrial. Del mismo modo que con la Revolución Industrial –o primera revolución tecnológica- se produjo una transferencia de trabajadores desde la agricultura (sector con poca desigualdad) hacia la industria (sector con alta desigualdad), durante la segunda revolución tecnológica se habría producido una transferencia desde la industria hacia el sector servicios (con salarios mucho más heterogéneos y dispersos, mayor cualificación y menor capacidad para la sindicalización). A partir de ahí lo que Milanovic hace en su libro es adentrarse de forma muy aventurera en posibles escenarios que podríamos vivir próximamente y que reflejarían una disminución de la desigualdad, esperando, dice, que no tengamos que llegar a una nueva guerra mundial. Son buenas intenciones, desde luego.

En todo caso, a mí me convence su visión del cambio tecnológico y de los cambios políticos como fenómenos endógenos, es decir, como productos del desarrollo económico del sistema capitalista, algo que es contrario a muchas explicaciones postkeynesianas o incluso de algunas marxistas. No creo en la autonomía de lo político sino en versiones no dogmáticas del materialismo histórico. Al fin y al cabo las batallas políticas se enmarcan dentro de límites y condiciones económicas que son mucho más rígidas y que señalan el margen de lo posible en un momento dado. Por otra parte, no encuentro una incompatibilidad necesaria entre su explicación de las ondas de Kuznets y las posiciones marxistas sobre la dinámica inherente en el capitalismo hacia el crecimiento la desigualdad, en tanto que las contratendencias políticas pueden encajar perfectamente dentro de su esquema. Por ejemplo, si se produjese en alguna parte importante del mundo una revolución socialista que amenazara los ingresos de los más ricos, como sucedió en la URSS en 1917,  probablemente las élites económicas y financieras aceptarían reducciones de la desigualdad con tal de disminuir las posibilidades de expansión de dicha revolución. Exactamente lo que pasó entre la I Guerra Mundial y la caída del Muro de Berlín. Pero ello mismo ¿sería producto del desarrollo capitalista (cambio endógeno) o una posibilidad política entre otras (cambio exógeno)? Yo pienso que lo primero, pues creo que las condiciones para que se produzca ese hecho deben existir previamente al hecho en sí, pero a efectos políticos da igual que lo consideremos exógeno. Considerarlo endógeno no es ser un determinista político porque perfectamente podría suceder que en vez de una revolución socialista suframos una contrarrevolución nacionalista, del tipo de las propuestas de extrema derecha que crecen en toda Europa, que aspiran a reducir la desigualdad entre nacionales con políticas consideradas «populistas» o «nativistas» como expliqué en el artículo «El retorno del fascismo en Europa».

El segundo aspecto que merece la pena resaltar del libro es el análisis que se hace sobre la causa de la desigualdad global. La pregunta que se hace es la siguiente: ¿la desigualdad global tiene más que ver con la desigualdad entre países o con la desigualdad dentro de cada país? Para abordar esta pregunta Milanovic descompone estadísticamente la desigualdad global y llega a unas interesantes conclusiones. En primer lugar, durante la mayor parte del siglo XIX y, desde luego, durante el tiempo que vivió Karl Marx (1818-1883), la desigualdad global estaba explicada en un 80% por la clase social. Es decir, lo que definía si uno era rico o pobre a nivel global era si nacía en un grupo privilegiado y rico y no el país en el que se nacía. Lo que importaba, en suma, era la clase social. Pero, en segundo lugar, con el imperialismo de los países desarrollados esa realidad empezó a mutar hasta el punto de que a mitad del siglo XX la desigualdad global estaba explicada en un 80% por el lugar donde se nacía o vivía y no en la clase social. Debido a que el imperialismo y la colonización habían permitido a los trabajadores de los países ricos hacerse con parte del pastel que se extraía de las naciones desposeídas, era posible que los trabajadores occidentales vivieran mucho mejor que los trabajadores de los países colonizados y que incluso de algunos de sus dirigentes. Eso estaría vinculado a la atención que autores marxistas clásicos, como el propio Engels (1820-1895), daban a la idea de una «aristocracia obrera». Y también eso explica, según Milanovic, que sea tan atractivo para las personas nacidas en países pobres migrar hacia países ricos, pues aunque en los países de destino se ocupe un lugar bajo en la escala social incluso así se vivirá mejor que en sus países de origen. Este tipo de mundo es en el que hemos vivido desde finales del siglo XIX hasta la actualidad, si bien la tendencia ha vuelto a cambiar desde 1970. La hipótesis de Milanovic es que con la globalización y la segunda revolución tecnológica nuestro mundo se va pareciendo cada vez más al que vivió Marx, es decir, al del siglo XIX en el que importaba más la clase social que el lugar en el que se nacía. Sin embargo, puntualiza, aún seguimos viviendo en un mundo donde haber nacido o vivir en un país rico explica mejor la desigualdad global que la clase social. No obstante, su hipótesis sobre el futuro se justifica por el hecho ya comentado de que durante las últimas décadas ha aumentado la convergencia entre países ricos y pobres al tiempo que la clase media occidental se está vaciando. Ambos fenómenos estarían detrás de esta predicción, que como se sabe también compartimos también otros.

En definitiva, Global Inequality es un libro que merece la pena ser leído y estudiado. Aunque hable de economía, es un libro que puede seguir cualquier no economista con relativa facilidad. Pero, sobre todo, proporciona datos e hipótesis de un valor muy considerable de cara al debate político y no sólo para las cuestiones vinculadas con la desigualdad. Espero que estos apuntes rápidos puedan servir para animar a esa lectura. El libro de momento sólo está en inglés, pero si algún lector tiene interés en leer una larga y completa recensión crítica del mismo tiene a disposición la realizada por Göran Therborn (1941) titulada «La dinámica de la desigualdad» en la New Left Review en castellano.