Desde hace unos años es bastante común que muchos debates sobre la desigualdad económica a nivel mundial comiencen con alguna referencia al trabajo de Branko Milanovic (1953) y, en concreto, a un gráfico con forma de S invertida que se ha popularizado como “el gráfico del elefante”. Yo mismo he usado sus investigaciones en varios artículos y debates públicos sobre la globalización («La extrema derecha es hija de la globalización» de diciembre de 2016 y «Por qué las clases populares no votan a la izquierda y qué hacer para evitarlo» de enero de 2018). Su último libro, Global Inequality, se ha convertido muy rápidamente en una obra clásica sobre la desigualdad, y ha tenido la virtud de haber conseguido que el debate pasara del ámbito académico al político.
La tesis fundamental del libro es que la globalización ha generado ganadores y perdedores a nivel mundial, lo que significa que no es un proceso políticamente neutro, y que mientras la desigualdad a nivel mundial entre países se ha reducido también es cierto que la desigualdad dentro de cada país se ha incrementado. Tomando como período de referencia los años que van desde 1988 hasta 2008, que reflejarían los años más intensos de globalización, Milanovic se pregunta qué individuos se han beneficiado más del crecimiento de los ingresos a nivel mundial. La conclusión es este gráfico:
Como se puede ver, el 5% más rico de la población mundial se ha quedado con el 44% del crecimiento de los ingresos. Es más, el 1% más rico se ha quedado con el 19%. Datos que revelan con claridad quienes son los verdaderos ganadores de la globalización, a quienes Milanovic pone la etiqueta de «plutócratas globales». Estos plutócratas globales proceden de los países más ricos del mundo, y de hecho la mitad de ellos son estadounidenses. Para hacernos una idea de la magnitud de la desigualdad, basta recordar que en una igualdad estricta al 1% más rico le correspondería el 1%, al 5% más rico el 5% y así sucesivamente. La desproporción es obvia: la globalización ha producido un incremento de la tarta a nivel mundial, pero la parte más grande se la han quedado los más ricos.
Sin embargo, Milanovic no se queda en los datos absolutos sino en algo que políticamente es más relevante: los datos relativos. La gente suele dar más importancia a la valoración de sus ingresos actuales en relación con los del pasado y no tanto en relación con los de otros estratos sociales. Si tenemos en cuenta entonces la variación de ingresos entre 1988 y 2008 para los individuos a nivel mundial el gráfico cambia y se convierte en el “gráfico del elefante”. Tiene esta forma:
Milanovic señala tres puntos clave. El punto A son los individuos que más han ganado en términos relativos, dado que han tenido un crecimiento de los ingresos del 80%. Son las personas que se sitúan en el percentil 50, es decir, lo que el autor llama «emergente clase media global» y que está formada fundamentalmente por individuos procedentes de países asiáticos. Para ellos la globalización ha supuesto una importante mejora en sus ingresos, aunque sigan siendo más pobres que los del punto B. El punto B, por el contrario, muestra un nivel de ingresos estancado en las últimas décadas. Casi todas estas personas proceden de países ricos y suelen ser las clases bajas-medias de los países de la OCDE, como España. Sus salarios no han crecido apenas en todo este tiempo y no perciben que la globalización les haya mejorado la vida. Y, finalmente, el punto C son los «plutócratas globales» de los que ya hemos hablado antes.
Esta distinción entre ganadores y perdedores es útil para entender cómo ha variado la percepción subjetiva de diferentes estratos sociales. Con estos datos es normal, por ejemplo, que los trabajadores urbanos de China e India valoren positivamente la globalización neoliberal y que, en cambio, los trabajadores de Europa occidental lo vean de forma opuesta. A finales del año 2014 un estudio del Pew Research Center mostró lo debilitada que estaba la confianza en el libre mercado en Europa del Sur. A la pregunta de si el libre mercado era mejor para la gente, en el mundo occidental respondían afirmativamente el 63% (frente al 30% que respondían negativamente). Pero en España sólo el 45% estaba de acuerdo con la afirmación (el 51% en contra), veintidós puntos menos que en 2007. En Grecia el porcentaje fue del 47% (50% en contra), Italia el 57% (31% en contra), Francia 60% (39% en contra) y en Japón el 47% (51% en contra). Estos datos contrastan con los de los países ganadores de la globalización, como los llamados países emergentes. Por ejemplo, en Vietnam el 95% estaba de acuerdo con que el libre mercado era mejor (frente al 3% que contestaba negativamente), y en China ese porcentaje era del 76% (frente a un 18%). De hecho, los datos de 2011 corroboran que los trabajadores urbanos chinos ya tienen ingresos medios superiores a los de los trabajadores de países de la UE como Letonia, Rumanía o Lituania. Para Milanovic, como para otros entre los que me incluyo, estos datos son cruciales para entender por qué la democracia representativa liberal está siendo crecientemente cuestionada en los países más desarrollados.
El trabajo de Milanovic desvela también que en las últimas décadas se está produciendo una convergencia en el ingreso medio entre países. Aunque se detecta que aquí el peso de China e India son los que explican esa tendencia, ya que si se excluye a ambos de la comparación entonces la desigualdad global aumenta. Las predicciones de cara al futuro dependen en gran medida del comportamiento de los principales actores. ¿Qué pasará en el futuro? No se sabe bien. De momento sabemos que durante la crisis se ha producido una mayor convergencia porque los ingresos medios en los países desarrollados se han estancado mientras que en los países asiáticos han continuado creciendo.
Aunque el libro trata muchos asuntos de interés, hay dos aspectos más que me merecen unos comentarios.
El primero es que Milanovic teoriza sobre el desarrollo histórico de la desigualdad. ¿Es la desigualdad inherente al desarrollo capitalista? ¿Qué factores contribuyen a que crezca o disminuya?
Como sabrán los más especializados, el economista Simon Kuznets (1901-1985) popularizó una hipótesis sobre la desigualdad según la cual las economías capitalistas parten siempre de niveles bajos de desigualdad, luego ésta crece con el desarrollo económico y, finalmente, termina por descender hasta niveles muy bajos. Así, según esta hipótesis el desarrollo capitalista produciría inevitablemente desigualdad económica pero sólo en un primer momento, ya que en el largo plazo siempre acabaría disminuyendo. Esta tesis fue durante mucho tiempo compartida por la mayoría de los economistas porque los datos parecían validarla. Y es que empíricamente se ha demostrado que la Revolución Industrial disparó la desigualdad beneficiando a los propietarios de capital frente a los trabajadores, y que sin embargo desde la I Guerra Mundial la desigualdad comenzó a descender. El problema es que el crecimiento de la desigualdad en los países desarrollados a partir de los años ochenta del siglo XX ha cuestionado totalmente la hipótesis de Kuznets. Entonces, ¿cómo podemos explicar estas subidas y bajadas de la desigualdad en el tiempo?
Por ejemplo, ¿por qué disminuyó la desigualdad desde la I Guerra Mundial? Según la visión más extendida esto fue producto de la interrelación del fortalecimiento del movimiento obrero, que mejoró su capacidad para reapropiarse de parte del beneficio económico, los altos impuestos exigidos a las grandes rentas y al capital y por el esfuerzo bélico en sí mismo. Para algunos autores, por ejemplo David Harvey (1935) o por motivos distintos Thomas Piketty (1971), el capitalismo genera desigualdad de forma inherente y sólo acciones políticas, ya sean reformistas o revolucionarias, pueden contrarrestar esa tendencia. Desde este punto de vista, el período que aproximadamente va desde el final de la II Guerra Mundial hasta los años ochenta es excepcional. Así, para estos autores, que incluyen a la totalidad de los marxistas pero a muchos más también –como Piketty- la dinámica neoliberal es la dinámica natural del capitalismo.
Sin embargo, la posición de Milanovic es distinta. Él considera que la desigualdad en el capitalismo sube y baja en forma de ondas o ciclos de manera endógena, es decir, empujada por el desarrollo económico y no por la política, y que además no es siempre creciente. Su propuesta es la de extender el ciclo de Kuznets de forma repetida: el final no estaría en el descenso definitivo de la desigualdad sino que a ello le seguiría un nuevo crecimiento de la desigualdad. Así, para Milanovic la desigualdad de la era neoliberal sería la parte ascendente de una nueva onda de Kuznets y tendría su origen en la segunda revolución tecnológica y la globalización, de forma similar a lo que sucedió durante la Revolución Industrial. Del mismo modo que con la Revolución Industrial –o primera revolución tecnológica- se produjo una transferencia de trabajadores desde la agricultura (sector con poca desigualdad) hacia la industria (sector con alta desigualdad), durante la segunda revolución tecnológica se habría producido una transferencia desde la industria hacia el sector servicios (con salarios mucho más heterogéneos y dispersos, mayor cualificación y menor capacidad para la sindicalización). A partir de ahí lo que Milanovic hace en su libro es adentrarse de forma muy aventurera en posibles escenarios que podríamos vivir próximamente y que reflejarían una disminución de la desigualdad, esperando, dice, que no tengamos que llegar a una nueva guerra mundial. Son buenas intenciones, desde luego.
En todo caso, a mí me convence su visión del cambio tecnológico y de los cambios políticos como fenómenos endógenos, es decir, como productos del desarrollo económico del sistema capitalista, algo que es contrario a muchas explicaciones postkeynesianas o incluso de algunas marxistas. No creo en la autonomía de lo político sino en versiones no dogmáticas del materialismo histórico. Al fin y al cabo las batallas políticas se enmarcan dentro de límites y condiciones económicas que son mucho más rígidas y que señalan el margen de lo posible en un momento dado. Por otra parte, no encuentro una incompatibilidad necesaria entre su explicación de las ondas de Kuznets y las posiciones marxistas sobre la dinámica inherente en el capitalismo hacia el crecimiento la desigualdad, en tanto que las contratendencias políticas pueden encajar perfectamente dentro de su esquema. Por ejemplo, si se produjese en alguna parte importante del mundo una revolución socialista que amenazara los ingresos de los más ricos, como sucedió en la URSS en 1917, probablemente las élites económicas y financieras aceptarían reducciones de la desigualdad con tal de disminuir las posibilidades de expansión de dicha revolución. Exactamente lo que pasó entre la I Guerra Mundial y la caída del Muro de Berlín. Pero ello mismo ¿sería producto del desarrollo capitalista (cambio endógeno) o una posibilidad política entre otras (cambio exógeno)? Yo pienso que lo primero, pues creo que las condiciones para que se produzca ese hecho deben existir previamente al hecho en sí, pero a efectos políticos da igual que lo consideremos exógeno. Considerarlo endógeno no es ser un determinista político porque perfectamente podría suceder que en vez de una revolución socialista suframos una contrarrevolución nacionalista, del tipo de las propuestas de extrema derecha que crecen en toda Europa, que aspiran a reducir la desigualdad entre nacionales con políticas consideradas «populistas» o «nativistas» como expliqué en el artículo «El retorno del fascismo en Europa».
El segundo aspecto que merece la pena resaltar del libro es el análisis que se hace sobre la causa de la desigualdad global. La pregunta que se hace es la siguiente: ¿la desigualdad global tiene más que ver con la desigualdad entre países o con la desigualdad dentro de cada país? Para abordar esta pregunta Milanovic descompone estadísticamente la desigualdad global y llega a unas interesantes conclusiones. En primer lugar, durante la mayor parte del siglo XIX y, desde luego, durante el tiempo que vivió Karl Marx (1818-1883), la desigualdad global estaba explicada en un 80% por la clase social. Es decir, lo que definía si uno era rico o pobre a nivel global era si nacía en un grupo privilegiado y rico y no el país en el que se nacía. Lo que importaba, en suma, era la clase social. Pero, en segundo lugar, con el imperialismo de los países desarrollados esa realidad empezó a mutar hasta el punto de que a mitad del siglo XX la desigualdad global estaba explicada en un 80% por el lugar donde se nacía o vivía y no en la clase social. Debido a que el imperialismo y la colonización habían permitido a los trabajadores de los países ricos hacerse con parte del pastel que se extraía de las naciones desposeídas, era posible que los trabajadores occidentales vivieran mucho mejor que los trabajadores de los países colonizados y que incluso de algunos de sus dirigentes. Eso estaría vinculado a la atención que autores marxistas clásicos, como el propio Engels (1820-1895), daban a la idea de una «aristocracia obrera». Y también eso explica, según Milanovic, que sea tan atractivo para las personas nacidas en países pobres migrar hacia países ricos, pues aunque en los países de destino se ocupe un lugar bajo en la escala social incluso así se vivirá mejor que en sus países de origen. Este tipo de mundo es en el que hemos vivido desde finales del siglo XIX hasta la actualidad, si bien la tendencia ha vuelto a cambiar desde 1970. La hipótesis de Milanovic es que con la globalización y la segunda revolución tecnológica nuestro mundo se va pareciendo cada vez más al que vivió Marx, es decir, al del siglo XIX en el que importaba más la clase social que el lugar en el que se nacía. Sin embargo, puntualiza, aún seguimos viviendo en un mundo donde haber nacido o vivir en un país rico explica mejor la desigualdad global que la clase social. No obstante, su hipótesis sobre el futuro se justifica por el hecho ya comentado de que durante las últimas décadas ha aumentado la convergencia entre países ricos y pobres al tiempo que la clase media occidental se está vaciando. Ambos fenómenos estarían detrás de esta predicción, que como se sabe también compartimos también otros.
En definitiva, Global Inequality es un libro que merece la pena ser leído y estudiado. Aunque hable de economía, es un libro que puede seguir cualquier no economista con relativa facilidad. Pero, sobre todo, proporciona datos e hipótesis de un valor muy considerable de cara al debate político y no sólo para las cuestiones vinculadas con la desigualdad. Espero que estos apuntes rápidos puedan servir para animar a esa lectura. El libro de momento sólo está en inglés, pero si algún lector tiene interés en leer una larga y completa recensión crítica del mismo tiene a disposición la realizada por Göran Therborn (1941) titulada «La dinámica de la desigualdad» en la New Left Review en castellano.
Parece una lectura atractiva, los dos aspectos que resalta Alberto son interesantes. Sobre todo el que caracteriza la dinámica de desigualdad como endógena al propio sistema capitalista, encajando las respuestas políticas y/o ideológicas como contratendencias a las contradicciones generadas por el cambio material (infraestructura-sin despreciar la experiencia y conocimiento acumulado del imaginario colectivo-).
Las instituciones sean políticas, jurídicas, económicas o de cualquier otro orden, a la postre no son más que construcciones ideadas, y como solemos decir la política, el derecho…, van a retortero de la realidad.
Milanovic no sólo interpreta la descripción del movimiento sintomático de la desigualdad, y nos habla de la enfermedad a partir de los síntomas. Pretende dar una respuesta subyacente, que vaya no al síntoma sino al origen del mismo. Tod@s sabemos que a más fiebre más enferm@, pero el pretende explicarnos los orígenes de la enfermedad y el síntoma, sin recurrir al mismo en un círculo sintomático igualdad/desigualdad –que se nos hace virtuoso, pero en realidad es vicioso, pues los síntomas indician pero no explican radicalmente. Pretender explicarnos la evolución social vía desigualdad e igualdad, es similar a intentar explicarnos su evolución vía oferta y demanda, o en función a la redistribución de la oferta y la demanda, jugando sólo con los parámetros de oferta o demanda, si queremos en función de su igualdad o desigualdad, o sea del Keynesianismo, sin desmerecer sus grandes aportaciones.
De ahí que encuentre en los modelos de desarrollo económico y tecnológico, el hilo subyacente que impregna toda la realidad (sin negar importancia a la experiencia y conocimiento acumulado, sea ideológico, cultural o….).
Por ejemplo, nos describe puntos de inflexión de la desigualdad durante las dos Guerras Mundiales, que muchos autores explican en clave de las contratendencias políticas ejercidas por un mov. Obrero más activo y fuerte. Sin embargo hace tiempo valoro, y creo que en algún momento he hecho algún comentario al respecto, que las Guerras Mundiales expresaban la contradicción entre las nuevas infraestructuras y viejas. Entre los intereses de las grandes corporaciones con sus inversiones en capitales fijos ancladas en el pasado, y las nuevas infraestructuras tecnológicas que se abrían paso. Dichas contradicciones sistémicas de un capitalismo en evolución, entre lo nuevo y viejo, desencajaban los engranajes hasta el punto de que los status quo acababan rotos (tal como está ocurriendo hoy), llegando a las Guerras Mundiales.
Estas no eran buscadas, ni necesarias, pero al romperse el status quo, las contradicciones generadas en las dinámicas económicas y sus consiguientes idearios, junto a la debilidad de los estados ante éstos últimos, nos llevaban a la conflagración que paradójicamente devolvía la primacía al Estado.
Y las Guerras como operaban, además de acabando con la archiconocida sobreproducción (curioso que compráramos la idea ¿sobreproducción con hambrunas?, muy distinta a la de “freno del desarrollo de sus propias fuerzas productivas”). Las Guerras se liberaban de la obstrucción institucional, de todo tipo, que suponían los capitales fijos obsoletos; bien por la destrucción de éstos; bien porqué en una economía de guerra, el Estado tomaba las riendas de la economía, diferenciándose en poco o nada de la economía planificada. De manera que por la destrucción, y por la necesidad de contar con las más innovadoras infraestructuras para ganar la guerra, ésta conseguía romper las resistencias de las instituciones y consolidar como hegemónica a la nueva infraestructura y su modelo de capitalismo. Y es justo decir, que cada guerra mundial trajo unas nuevas infraestructuras con su nuevo modelo de capitalismo. Y a partir de los 80 quizás los 70, estamos viviendo una nueva revolución tecnológica que no tiene precedentes, y que está haciendo saltar los engranajes por su radicalidad al afectar la base del intercambio y organización social, el trabajo.
Curiosamente el desplazamiento de la productividad tecnológica hacia las emergentes de Oriente, sobre todo China, que parten de unas instituciones que por el estado de las infraestructuras existentes, hacen una apuesta decidida por las nuevas tecnologías. Y todo ello, no en el marco de una economía planificada, pero sí de un papel director indiscutible del Estado, que los está llevando a elevar el nivel de vida de una nueva clase media.
Aunque hasta el momento las potencias económicas internacionales, se han construidos en base a una balanza comercial y desarrollo basados en su relación con EE.UU., como ocurrió con Japón y Alemania tras la 2ª Guerra Mundial. El caso chino, que se apoyó en igual relación, tiene unas claves diferenciadas respecto a la capacidad de autonomía propia, no sólo militar, o política de su Estado, sino por la propia capacidad de crecimiento basada en la elevación del nivel de vida de su población, como en su potencialidad económica y geopolítica.
Aunque en China el Estado no tendrá de momento impedimentos para establecer otros criterios de redistribución que choquen frontalmente con la maximización cortoplacista de las corporaciones, con su desarrollo también tendrían que abordar, tarde o temprano, grandes cambios en la relación y organización de su Sociedad.
Con lo dicho hasta ahora, se podría explicar plausiblemente la evolución de las curvas de desigualdad, nivel y modo de vida, entorno a las dos Guerras Mundiales, así como explicar en parte la convergencia coyuntural que se da en la escena internacional, con algunas emergentes (otras han caído, como Brasil), China fundamentalmente.
Siguiendo con los cambios provocados por el desarrollo tecnológico de las nuevas infraestructuras, el valor de la relación y organización social, ha venido siendo el trabajo con sus vinculaciones personales o no, con el individualismo…, desde el Neolítico. Ahora mismo, se vaya a sustituir el trabajo por la automatización o no, la riqueza producida por la productividad tecnológica medida en relación al trabajo, se ha revolucionado espeluznantemente, hasta el punto de perder el trabajo su fuerza como valor de intercambio o relación (en las sociedades capitalistas tecnificadas y dominantes). Es decir, la productividad tecnológica en las viejas o nuevas industrias, viejos o nuevos empleos, convierte al trabajo en residual respecto a la producción, perdiendo su valor, es decir, su capacidad de ser medio de relación, intercambio, y prelación social, si no cambia de significación radicalmente (al menos en las sociedades tecnificadas y terciarizadas).
Ha de aclararse que el cambio de la significación se ha producido ya en la realidad, pero no se ha traducido a la cultura institucional, lo que ocurre es que dicho cambio se ha reconocido únicamente respecto a su depreciación, pero no a la revalorización de otras actividades humanas que tienen un sentido económico más comunitario y social desde la cultura dominante hoy. Esa nueva apreciación de actividades humanas hoy depreciadas, son el Ubuntu que requieren sociedades tecnificadas, fundadas sobre las nuevas infraestructuras.
Pero las resistencias ideológicas son tales, que la hegemonía los idearios que pueden portar el nuevo modelo, se enfrenta a una imaginario y una ideación que es constructor de las instituciones actuales (políticas, jurídicas, económicas…), que responden al viejo mundo que las conformó y espira.
Quizás ahí encontremos el porqué de la financiarización de la que nos hablaba Magdoff y Foster. Es decir, el sentido de porqué la Tasa de Ganancia productiva se reducía y tuvieron que tomar el relevo como motor del crecimiento económico la especulación (burbujas) financieras en los años 70, apareciendo el neoliberalismo que sería hegemónico a partir de los 80 (ideología de la huida hacia delante de lo agonizante).
La financiarización como etapa del capitalismo especulativo sería una huida hacia delante del viejo mundo, sus instituciones, ideas y formas de relación, ante las contradicciones provocadas por las nuevas infraestructuras y realidad, pero es una etapa probablemente final del presente modelo, cuya despedida no conocemos, pudiendo ser la paz de los muertos.
Esta última etapa ante el cambio paradigmático, nos sitúa ante la inviabilidad de la recuperación de la tasa de ganancia productiva (bajo los valores del viejo modelo), abriéndose paso el crecimiento a base de burbujas sobre activos financieros que indefectiblemente revientan (por su estructura económica Ponzi). De manera que dónde más fuertes y desarrolladas están las instituciones e ideaciones obsoletas – y sus infraestructuras-, más resistencias se producirán y contradicciones se generarán con las ideaciones y relaciones que portan las nuevas infraestructuras (lo que nos explicaría las pérdidas de las clases medias en Occidente y la caída de la meritocracia).
Así las cosas, los continuos reventones de las burbujas producirán un desposeimiento de las clases trabajadoras y medias (todas en las sociedades capitalistas tecnificadas). Y la actividad humana concebida bajo el viejo concepto de trabajo (producción, relación, distribución, intercambio), no permitirá reducir la desigualdad en las etapas de recuperación, creándose mayor empobrecimiento por desposesión en las sucesivas erupciones de las cadenas especulativas financieras.
En el plano geoestratégico internacional, los diferentes estadios de desarrollo y estructuras institucionales e imaginarios colectivos dominantes, condicionarán la implementación de la innovación tecnológica y la distribución de las riquezas materiales. Siendo más fácil que en China, o incluso en Rusia, se puedan facilitar los medios para el desarrollo de dicho impulso con mayor énfasis que en EE.UU. o Europa, por el papel más directivo que juega el Estado respecto de las corporaciones privadas, con escasa trayectoria y peso sobre éstos (que tienen mayor afán de innovación y dirección, sobre todo en China).
Sin contemplar la revolución de las infraestructuras, ya las diferencias preexistentes al desarrollo material o infraestructural, estructural y superestructural en las diferentes regiones del Mundo era tremendo. Ahora tendremos que atender a un cambio de polo más acelerado, que no necesariamente pasa por la hegemonía del capitalismo tecnificado de hoy (Occidental).
En cualquier caso, el trabajo como valor de relación y organización social internacionalmente, obedecerá a las condiciones de cada sociedad. Lo que nos coloca ante un nuevo problema, ¿cómo intercambiaran valores con bases diferentes, sociedades diferentes? Como lo han hecho hasta ahora, en base al país con menor productividad y valor añadido, con independencia de que el dominante no utilice trabajo o su trabajo medio necesario sea infinitamente menor (y excluimos las externalidades consiguientes a la dominación de sus instituciones).
Sin lugar a dudas, de no cambiar los patrones del sistema capitalista, las contradicciones serán generales y se intensificarán, tanto en el seno de las sociedades tecnificadas, como con las emergentes infraestructuralmente, así como con las de inferior estadio de desarrollo. Se incrementarían las desigualdades exponencialmente, lo que traerán sucesivas olas de contratendencias cuya significación socio-política es imprevisible, pues depende de las comunidades humanas.
Aquí no se defiende la planificación económica estatal como propuesta universal, pero analizando la coyuntura desde la perspectiva de las contradicciones a qué asistimos-y aumentarán-, sólo la intervención de los estados puede minimizar los efectos de las mismas y evitar grandes conflictos, que podrían llevarnos a la extinción (lo que no significa que entremos en economía de guerra para evitarla, pero la desregulación y perdida de acción pública directa o indirecta es una huida hacia delante que nos lleva al precipicio).
Tampoco esta exposición responde a determinismo mecanicista alguno, pues no se niega el papel de las instituciones y estructuras existentes. Así como no se niega el papel de la lucha ideológica, política, sindical y de cualquier otro orden, tan sólo se las sitúa como contratendencia a la resistencia del viejo mundo (y herederas de su experiencia, conocimiento y cultura), que no necesariamente han de identificarse con tendencias de la innovación exnovo o paradigmática (ludismo por ejemplo como expresión más clara de contratendencia enfrentada a posibles valores portados por las infraestructuras).
La correlación de fuerzas, finalmente no será entre las cosas materiales-infraestructuras y la humanidad, los seres humanos no nos relacionamos con las cosas, sino entre nosotr@s, es decir los conflictos tomaran la forma de lucha de clases sociales y/o estados, razas, credos religiosos….
Tampoco se puede pensar en determinismo mecanicista progresivo, pues las contradicciones, tensiones y resistencias, que promueven la fricción entre las nuevas y viejas infraestructuras, entre sus imaginarios, tienen un resultado impredecible tanto en la forma, como la sustancia que adoptará el nuevo modelo o paradigma de relación y organización social.
Hasta ahora los think tank de las grandes corporaciones y sus asesores, se dedican a estudiar cómo responder desde las viejas dinámicas del capitalismo, pues su objetivo exclusivo es maximizar beneficios como prioridad absoluta, y responden como si las dinámicas pese al cambio de base en la relación fuera a ser sólo cuantitativo, y no cualitativo. Responden como si el cambio conjunto que operarán todas las nuevas infraestructuras de la 4ª Revolución Industrial, fueran a tener sólo efectos parciales no relacionados entre sí, que no vayan a modificar los elementos constitutivos de la propia dinámica capitalista.
Así por ejemplo nos hablan de responder controlando la oferta, ofreciendo servicios gratuitos que generen negocios paralelos (como los big data…), pero hablan desde la perspectiva de una corporación o entidad, no se ocupan de la Sociedad en su conjunto. Se ocupan de intentar liberar de responsabilidad a las corporaciones por los defectos de fábrica que puedan tener los ingenios robóticos, aduciendo que serán impredecibles por su autoaprendizaje –como plantea un borrador de la UE-(sí es así, directamente que no los fabriquen o los retiren, en la peli de robot que protagoniza Will Smith se ejemplifica con claridad). En definitiva, se ocupan de diseñar su supervivencia enfocando el futuro desde su ombligo, aunque reconocen el cambio como paradigmático, parece que le dan una trascendencia limitada, parcelada o segmentada.
Nos hablan de muchos aspectos y curiosidades anecdóticas que portan las tecnologías de la revolución paradigmática, pero no del cambio de rol del trabajo –con independencia de su sustitución o no- como valor (que ya ha ocurrido en la realidad –no reconocida- de las sociedades tecnificadas), y de sus enormes implicaciones en las contradicciones y dinámicas del capitalismo, que aunque muy cambiadas siguen los viejos patrones de la competitividad, la maximización del beneficio como fin absoluto…, por encima de cualquier otra consideración moral o ética, ya que las instituciones todavía responden básicamente a la vieja cultura e infraestructura.
Hoy el trabajo ha sido sustituido en las economías tecnificadas como valor de relación, por eso el mérito o la meritocracia ya no funcionan (y quizás por ello, y por la diferencia en el punto de partida y la acción directa del Estado en China, haya cierta convergencia de las clases medias). Pero las formas de relación o valor de la actividad humana, que convenimos en llamar trabajo hoy ya no son operativas bajo los viejos preceptos (al menos en las sociedades tecnificadas del capitalismo occidental), y han perdido el sentido de intercambio o redistributivo que tenían anteriormente. Al no servir para establecer el rol social (puesto y relación a ocupar), sólo sirven para empobrecer el capital humano social, que está íntimamente relacionado con el modelo económico y su valor añadido.
De forma que se hace necesario modificar los valores de intercambio, perdiendo la actividad humana sentido económico en apariencia, en favor del social, ambiental, artístico, intelectual, cultural…, según los cánones y significados actuales. Cambios que serán necesarios, para una comunidad sana en su convivencia, que sea caldo de cultivo de progreso material e intelectual necesarios para progresar en una sociedad altamente tecnificada. Evidentemente, estas nuevas formas de relación y actividad, conllevarán nuevas maneras de entender al individuo y su aportación a la comunidad de pertenencia, a las instituciones…
Minimizar el conflicto superando la extinción de la especie, nos obliga moralmente a introducir fórmulas de intervención públicas (directas o indirectas), que impidan la elevación de la tensión. Qué permitan futuro, posibilidad de luchar por el desarrollo de vida digna en todo el planeta, respetando la naturaleza y permitiendo la regeneración de la misma.
Cómo en alguna ocasión he comentado, la solución no pasa por el mero decrecimiento económico, sino por éste sustentado en el decrecimiento demográfico. Para lo que paradójicamente será necesario el desarrollo de la productividad tecnológica y aumento del nivel de vida de toda la especie humana. Pero esa es otra historia o rollo.
Agradecerte la atención si has leído tamaña parrafada de un ignorante como tantos, gracias.