Hoy ciertos sectores de la derecha se auto-denominan revolucionarios. Las diferentes campañas del principal partido conservador español en los últimos tiempos, en consonancia con la de otros países europeos, han estado orientadas a la praxis, y se ha imitado repetidamente la metodología tradicional y reivindicativa de la izquierda.

En materia publicitaria no sólo se ha optado por decorar el contenido en tonos anaranjados, sino que se ha visto completado con el llamamiento a la rebeldía revolucionaria por parte de las juventudes conservadoras.
Revolución, la palabra traicionada. Ingenuos quienes esperaban que tan bonito concepto pudiera sobrevivir a la expansión capitalista en su sentido teórico, una vez demostrado que el práctico se sometía a los designios de una pragmática y cruel lógica liberal.

Bancos y periódicos que se publicitan en las calles llamando a la revolución permanente. Mítines en forma de ofertas. Panfletos reivindicando en letras de oro un incremento del consumo. Desvirtuación de la realidad.

La imagen tiene fases sucesivas, como explicaría J.Baudrillard en su obra “Cultura y Simulacro”. La primera es reflejar una realidad profunda. La segunda enmascarar y desnaturalizar esa realidad profunda. La tercera enmascarar la ausencia de realidad profunda. Y finalmente la imagen no tendrá nada que ver con ningún tipo de realidad, pues se convierte en su propio y puro simulacro.

Lo mismo ha ocurrido con el neologismo “libertario”. Originalmente nace en un panfleto de J. Déjacque, a mediados del siglo XIX, como reacción contra el liberalismo, al detectarse que por esa vía ideológica jamás se alcanzarían los objetivos de Libertad, Fraternidad e Igualdad. Conceptos que los revolucionarios liberales habían hecho suyos años atrás.

Escribía Déjacque en 1851 que “Le Libertaire no tiene más patria que la patria universal. Es enemigo de los límites: límites-fronteras de las naciones, propiedad de Estado; límites-fronteras de los campos, de las casas, de las fábricas, propiedad particular; límites-fronteras de la familia, propiedad marital y paternal. Para él, la humanidad es un solo y mismo cuerpo en el cual todos los miembros tienen un mismo e igual derecho a su libre y completo desarrollo, sean los hijos de este o del otro continente, pertenezcan a uno o a otro sexo, a tal o cual raza”.

Un año más tarde dejaría clara su intención ideológica al escribir su folleto La Question révolutionnaire, donde decía lo siguiente: “¡En pie, proletarios, en pie todos! Y despleguemos la bandera de la guerra social! – ¡En pie! Y, como los fanáticos del Corán – en el fuerte de la contienda insurreccional en donde el que muere no muere más que para renacer en la sociedad futura –, repitamos este grito de antemano y de exterminio de la religión y la familia, del capital y del gobierno, ese grito de odio y de amor – de odio al privilegio, de amor a la igualdad –, ese grito vengador, en fin, ese grito de nuestra fe: la revolución es la revolución y la libertad – hoy vilipendiada, perseguida, pero mañana victoriosa y poderosa y siempre inmortal –, la libertad es su profeta”.

Hoy, en todas partes se reivindica cierto liberalismo libertario. Los partidarios de este mestizo sistema de ideas, se convierten así, sin quererlo, en los revolucionarios. Aunque no vayan a transformar realmente nada. Aplauden obras potencialmente de izquierdas y crean su propia verdad.

Sus referentes son autores que no han comprendido, si acaso leído, a quienes acuñaron los términos que hoy ellos defienden. Simples sujetos oportunistas que sabían muy bien en qué parte del tren tenían que subirse y en qué momento convenía hacerlo.

Hoy nos encontramos en la era del espectáculo, en un gran simulacro donde lo real es lo inventado. Lo revolucionario es ya parte de una representación global mucho más amplia, que no entiende de posicionamiento político. Tampoco importa.

«El simulacro no es lo que oculta la verdad. Es la verdad la que oculta que no hay verdad. El simulacro es verdadero» – Jean Baudrillard