Cuando en el año 2003 Estados Unidos decidió unilateralmente atacar Iraq, amplias mayorías sociales y políticas en todo el mundo se opusieron. La acusación más fundamentada y que más alcance tuvo fue la de revelar que a pesar de que Estados Unidos decía luchar por los derechos humanos, en última instancia existía una aspiración económica que tenía que ver, sobre todo, con el acceso a un recurso natural tan importante para su modelo de producción y consumo como es el petróleo.

Con el paso del tiempo se han revelado ciertas aquellas acusaciones: Estados Unidos controla hoy el país mediante un régimen títere y, particularmente, gestiona su economía tal y como le parece más oportuno. Y de las armas de destrucción masiva y de los derechos humanos no se ha vuelto a saber nada.

En Irán parece que está ocurriendo ahora algo muy parecido, pese a que son evidentemente muchas las cosas que han cambiado desde entonces en el panorama internacional. Esta vez el objetivo es probablemente sólo ligeramente distinto, pero sin embargo la estrategia es sustancialmente diferente. Esta vez no hay una gran intervención militar sino un apoyo sútil e inteligente a las clases más ricas y pro-occidentales, y el intento es descabezar la presidencia iraní actual y, tal vez, al mismo régimen. Al respecto surgen muchas dudas: ¿es legítimo? ¿es deseable? ¿qué implicaciones tiene?

Desde una perspectiva occidental, y ello supone poner a los derechos civiles en un objetivo prioritario, parece claro el posicionamiento: apoyar toda revuelta mínimamente progresista ante un presidente con tendencias autoritarias, declaradamente homófobo y reconocido criminal. Desde el punto de vista del análisis social la cosa se revela más complicada y, por lo tanto, se debe reconocer que las estrategias que tengan como fin fomentar una sociedad más justa y plural deben estar cuidadosamente pensadas.

La sociedad iraní está fragmentada, como todas las sociedades, en capas sociales, y en este caso es precisamente la más rica la que está movilizándose en contra del presidente actual. Las acusaciones de fraude electoral no parecen muy fundadas pues, y aunque esto no demuestra la no existencia del mismo, la mayoría de los sondeos indicaban que el resultado iba a ser similar al finalmente dictado por las autoridades electorales.

El apoyo social a Ahmadineyad parece ser amplío, a pesar de que esto contraste con las informaciones que nos llegan desde allí. Pero no es de extrañar: sólo uno de cada diez ciudadanos tiene móvil en aquél país, y sólo uno de cada diez tiene internet, lo que revela que toda la ciberagitación que se está vendiendo deforma claramente el sentir del pueblo iraní. No en vano son precisamente los más adinerados los que tienen acceso a esos medios y los que pueden hacer mucho más poderosa su voz en el exterior. La deformación es ayudada por los grandes medios de comunicación y los ciberagitadores occidentales, que con análisis superficiales y más emoción y prejuicios que rigor se lanzan a dictaminar con arrogancia y prepotencia qué es lo que quiere el pueblo iraní.

Muchos se ríen de las teorías de la conspiración, pero pueden no ser tan descabelladas según cómo se formulen. Los thinks tanks y los lobbies de nuestras sociedades ricas dan buena fe de ello. En este caso es muy inteligente dotar, a través de organizaciones y fundaciones, de recursos y organización a las minorías críticas que representan la visión occidentalizada iraní, amplificando virtualmente sus potencialidades y ayudándoles a construir una alternativa. Puede ser o no legítimo, pero sin duda es inteligente y mucho más sano que entrar con ejércitos.

Sin embargo, no tengo tan claro que las implicaciones sean todas positivas. Sin duda comparto la visión de que un Irán laico y menos belicoso, de la misma forma que pienso para Estados Unidos, sería mucho más sano para el mundo. Y mucho más aún en los tiempos que corren, donde las crisis pueden encontrar salida con facilidad en las guerras militares. Pero, ahora bien, existen riesgos importantes y situaciones que pueden desembocar en guerras civiles o en posiciones políticas y religiosas más radicalizadas. Si la capa social más amplia, ultraconservadora y fanática, ve la mano de occidente en las protestas actuales no creo que se quede de brazos cruzados. Más aún cuando su país lleva años siendo puesto en el punto de mira, con todas las implicaciones nacionalistas que ello conlleva.

No obstante, la religión, como tantas otras cosas, se combate mucho más eficientemente con la cultura. Pero también es cierto que una revolución, de ser cierta, es necesaria para provocar cambios estructurales. Napoléon lo demostró en Francia con su tratamiento a la religión católica. A pesar de ello también tengo claro que las minorías ricas de Irán no componen la base social de un cambio verdaderamente progresista en todos los sentidos. Sin embargo, podríamos volver a hablar de las alianzas de clase para encontrar salidas a esta cuestión. Y es que, pese a quien pese, los conflictos sociales no se simplifican hasta el punto de tener que optar por dos únicas posiciones enfrentadas.