En el año 2000, 189 naciones se comprometieron en la Declaración del Milenio[1] de las Naciones Unidas a cumplir una serie total de 18 metas sociales y económicas organizadas en 8 objetivos, siguiendo los valores de «un mundo más pacífico, más próspero y más justo» para «crear, en los planos nacional y mundial, un entorno propicio al desarrollo y a la eliminación de la pobreza». En Julio de este año se ha alcanzado ya la mitad del plazo establecido, y los resultados hasta el momento demuestran que los esfuerzos de los gobiernos están siendo absolutamente insuficientes.

Aunque en dicha declaración los países aseguraban que no «escatimarían esfuerzos», la misma organización de las Naciones Unidas reconoce que a pesar de que las medidas para alcanzar los objetivos son fáciles de implementar y no requieren grandes sacrificios, la evolución de los indicadores -que reflejan el mayor o menor éxito del proceso- deja mucho que desear. De hecho, según los cálculos de la red de organizaciones sociales Social Watch, al ritmo actual los objetivos se alcanzarían con casi un siglo de retraso. El fracaso de esta iniciativa está dejando ver que no existe una voluntad real de los países ricos, en cuyas políticas internacionales impera el egoísmo y la sin razón y, en absoluto, la solidaridad. Es indignante ver cómo los gobiernos occidentales llenan sus discursos de buenas intenciones mientras que, a la hora de la verdad, no aportan los recursos que previamente ellos mismos han acordado en reuniones internacionales.

Las partidas destinadas a Ayuda Oficial al Desarrollo (AOD) no dejan lugar a dudas en este sentido. Sólo cinco países cumplían en el año 2005 con el compromiso de destinar el 0’7% del PIB a este objetivo, mientras que el resto no alcanzaba dicha cifra. En el caso de España, por ejemplo, aunque se ha incrementado esta ayuda en un 20% en catorce años, la meta del 0’7 todavía está lejos (0’27% en 2005).

Por otra parte, resulta interesante comprobar que ni siquiera estos compromisos, elementales y factibles tienen cabida dentro del modelo neoliberal que predomina en nuestro mundo. Téngase en cuenta que no estamos hablando de cambiar de modelo, ni siquiera de modificar los parámetros básicos de la distribución de la riqueza que tan privilegiadamente favorecen a los ricos. Se trata, tan sólo, de hacer un pequeño esfuerzo, de establecer un mínimo criterio de redistribución (¿no pueden los lectores imaginar fácilmente lo que les supondría ceder el 0,7% de sus ingresos? ¡es nada!). Pero ni siquiera eso. El neoliberalismo ha desnudado al capitalismo de cualquier rasgo de humanidad. Es el lucro sin limitaciones, la ganancia sin frenos, la acumulación de todo para pocos sin obstáculos. El capitalismo sin límites y sin vergüenzas de nuestros días no admite ni tan siquiera la más mínima concesión a la generosidad, la más elemental renuncia para evitar que los demás se mueran en la nada.

No estamos hablando de establecer el mundo sobre otras bases. Se busca sencillamente que no desaparezca nuestra civilización. ¿O es que hay alguien tan estúpido que crea que este planeta puede soportar largo tiempo la miseria y el destierro de casi las tres quintas partes de sus habitantes sin estallar en mil pedazos?

Por eso es evidente que el fracaso de un proyecto como el de los Objetivos del Milenio es el fracaso del capitalismo, incapaz como se ve de proporcionar recaudo y una mínima satisfacción vital a la población del planeta. Es el fracaso de la civilización que lo acompaña, una civilización convertida en realidad en una tenebrosa barbarie para cientos de millones de personas que no pueden disponer de bienes y servicios básicos porque el poder de los ricos hace que los recursos se deriven hacia la acumulación en manos de muy pocos.

Es, en definitiva, el fracaso de la ética inmoral de lucro como único horizonte del planeta y como guía exclusiva de la acción humana.

Y es justamente por todo ello que levantar con toda la fuerza posible nuestra voz y nuestra acción para avanzar hacia el cumplimiento de estos Objetivos no es ni mucho menos, como creen los izquierdistas de salón, una quimera reformista. Al revés, poner de evidencia la incapacidad del capitalismo neoliberal para satisfacer incluso estas mínimas exigencias de vida es la manera de movilizar y de impulsar la amplia movilización de las conciencias y de la acción que se necesita para avanzar con decisión hacia un mundo más justo y humano.