Prólogo al libro La lucha por la unidad80 aniversario del discurso «la lucha por la unidad en plena reacción» de José Díaz. Se publica en septiembre de 2015, con introducción de Alejandro Sánchez Moreno.

La historia de José Díaz es también la historia del movimiento obrero español e internacional en el primer tercio del siglo XX. Es la historia de un cambio de estrategia y táctica, si bien no de objetivos. Así, los lúcidos llamamientos de José Díaz a la unidad popular estuvieron siempre vinculados al cambio de estrategia de la Internacional Comunista precisamente en los momentos en los que emergía el fascismo como el más feroz de los peligros.

Se ha hablado mucho de la importancia del Frente Popular y del destacado y generoso papel que jugó entonces el Partido Comunista de España, el cual, no obstante, logró multiplicar los representantes comunistas en el parlamento español. En el imaginario de la sociedad española, y particularmente en las izquierdas, queda la digna defensa que hizo el movimiento obrero frente a las agresiones fascistas tanto en las instituciones como en las calles. Y los textos de José Díaz nos iluminan sobre aquellos momentos y nos muestran, en particular, su capacidad de saber ver más allá del ciclo electoral de 1936.

De ahí que el libro que tiene el lector entre manos sea esencial para la formación comunista. Especialmente en un momento como el actual en el que ahora la amenaza más acuciante no proviene de una fuerza visible y aterradora como el fascismo sino de una fuerza invisible y descentralizada que aspira a terminar de reducir al ser humano a mero apéndice inerte de la maquinaria capitalista. Y es que el proceso de mercantilización se abalanza ya sobre todos los aspectos de la vida misma, cubriendo desde el ámbito laboral hasta el del consumo de las imágenes pasando por el Estado Social y las conquistas sociales del movimiento obrero.

Actualmente las reformas institucionales que se están llevando a cabo en España y en toda Europa tienen como objetivo sentar las bases jurídico-políticas de un nuevo orden social. Está iniciado un proceso constituyente dirigido por la oligarquía que busca adaptar nuestras instituciones a las necesidades de un capitalismo en crisis y, por ello mismo, cada vez más salvaje. Ese orden social se caracteriza por la precariedad laboral, el ajuste económico permanente y el autoritarismo. Por esa razón puede decirse que vivimos un momento político en el que, como dijera José Díaz, «nos jugamos toda una situación, nos jugamos todo un régimen». Y uno puede llegar a la lógica conclusión de que si el diagnóstico sobre la gravedad del momento es similar, por sus efectos sobre las gentes trabajadoras, entonces debiera ser también similar la receta con la que actuar. Dicho de otro modo, ¿es también ahora la Unidad Popular la respuesta?

Lo cierto es que si bien hay consenso en torno al papel clave que jugó el Frente Popular y el PCE en la victoria electoral republicana de 1936, aunque desgraciadamente no fuera suficiente para frenar a la bestia fascista, no hay tanto debate ni consenso en torno a los fundamentos que justifican, desde las coordenadas ideológicas del marxismo, la apuesta política por la Unidad Popular. Y este es el ejercicio que humildemente quisiera poner en práctica con este prólogo, con el fin de poner un granito de arena a favor de la Unidad Popular en un momento histórico tan determinante. 

Desgraciadamente, muchos de los análisis políticos sobre la crisis actual escritos desde las izquierdas parecen estar desconectados de la dinámica de la estructura económica. No es que en ellos no se hable de economía sino que no se establece el vínculo entre los fenómenos políticos y la dinámica del propio sistema capitalista. Así, los análisis resultantes pierden su carácter histórico y se ahoga la posibilidad de ver la crisis –o cualquier fenómeno económico o político- en un contexto más amplio. Es como si el pensamiento posmoderno, que no sólo rehúye de los grandes relatos sino también de cualquier análisis materialista, hubiera contagiado también a los pensadores de izquierdas. En cierta medida esto es resultado de que el llamado marxismo occidental, surgido sobre todo a partir de la II Guerra Mundial, se concentró casi totalmente en el estudio de las superestructuras.

Sin embargo, considero imposible entender el momento actual sin atender al menos a tres aspectos. El primero, cómo se ha modificado la estructura social en las últimas décadas. El segundo, cómo ha variado la concepción del mundo de las gentes que conforman nuestra comunidad política. El tercero, cómo se desenvuelve el plano internacional, esto es, las relaciones dentro de la economía mundial. Sostengo que sin estudiar estos tres aspectos de análisis, cualquier intento de interpretar los fenómenos sociales es simplemente construir castillos en el aire. Ahora bien, no se trata de asumir que el hecho económico es el único hecho determinante. Se trata, más bien, de aceptar que el análisis de la coyuntura se encuadra siempre en una estructura económica, y que dentro de ella se produce un juego recíproco de acciones y reacciones entre el aspecto económico y otros factores. Esa es, creo, la mejor tradición de análisis y la herramienta más potente para explicar los fenómenos sociales actuales.

La amenaza actual

El sistema capitalista tiene una lógica que, en resumidas cuentas, se caracteriza por la búsqueda permanente de espacios de valorización para el capital. Fuerzas motoras de ese proceso, y que operan además como brújula, son la competencia y la tasa de beneficio. Con estos ingredientes, el capitalismo va transformando nuestro mundo cotidiano y nuestras propias vidas, produciendo cambios económicos, políticos, sociales y culturales. La mercantilización de todo aparece entonces como horizonte final de la propia lógica del capitalismo.

No obstante, la mercantilización de todo es una lógica, una tendencia, que puede ser mitigada e incluso revertida desde la política. La propia construcción del Estado Social en las sociedades occidentales tras la II Guerra Mundial es un ejemplo de ello; de cómo el movimiento obrero pudo articular respuestas institucionales a la lógica del capital que sirvieron para poner una camisa de fuerzas a dicha lógica. No obstante, sin hacerla desaparecer.

Rota la camisa de fuerzas por la propia crisis del régimen de acumulación fordista y por los cambios geopolíticos –notablemente, por la caída de la URSS que operaba como contrapeso de las posiciones más liberales al otro lado del muro-, el capitalismo más salvaje volvió de nuevo a manifestarse. Ahora lo hacía, además, sin las grandes resistencias que habían existido a principios del siglo XX. La construcción de un nuevo régimen de acumulación, tempranamente llamado posfordista o flexible, se caracterizó por la ampliación de los espacios de valorización del capital en términos geográficos, políticos y temporales. Sin embargo, con un pobre resultado en lo que a estabilidad económica se refiere. Las crisis financieras y económicas se volvieron una normalidad, hasta el punto de que se han ido sucediendo cada vez más rápido y con mayor gravedad.

La crisis de 2007-08, llamadas de las hipotecas subprime, fue así la manifestación de las enormes contradicciones que encerraba el nuevo régimen de acumulación posfordista en el mundo occidental y, muy particularmente, del nuevo tipo de relación financiero-productiva a nivel mundial. En el caso europeo, además, tales contradicciones se sumaron a las específicas del modelo de crecimiento y el tipo de inserción en el sistema-mundo de los países de la periferia europea.

Es como respuesta a todas estas crisis por lo que la oligarquía ha iniciado profundos cambios institucionales que consisten en ampliar aún más los espacios de valorización del capital. En concreto, dicha tarea consiste en más privatizaciones, un mayor grado de explotación laboral y un nuevo marco jurídico-político que apuntale el orden social neoliberal –y aquí pueden incluirse desde las limitaciones a la intervención económica recogidas en los textos constitucionales hasta las leyes represivas. Pero también es en respuesta a ello por lo que han emergido distintas respuestas populares.

Karl Polanyi desarrolló su teoría del doble movimiento porque entendió que cada vez que el libre mercado aumenta su papel como regulador de la vida, en su sentido más amplio, se producen respuestas populares por parte de quienes sufren esas transformaciones. Es una especie de relación causa-efecto. Por eso pienso que cualquier análisis marxista debe no sólo tener en cuenta la dinámica del sistema capitalista y las transformaciones que se producen en la estructura económica sino también la composición de la estructura social sobre la que recaen los costes de la transformación. De lo contrario será imposible saber quiénes son los sujetos históricos, o la base social, que tendrá que empujar hacia una transformación socialista.

Estrategias de clase 

Cuando Díaz fue elegido secretario general, en 1932, el PCE todavía estaba atrapado por la sectaria política de alianzas que mandataba por entonces la Internacional Comunista. La llamada tesis sobre el tercer período imponía que el único instrumento válido era el Frente Único por la Base, una estrategia que impedía la negociación con otros partidos de izquierdas –a los que se acusaba de colaboracionistas con el fascismo. Era el resultado de las directrices del VI Congreso de la Internacional Comunista y de su consigna de clase contra clase.

Fue en 1935 cuando el VII Congreso de la Internacional Comunista dio un cambio y promovió la creación de frentes populares junto con otras fuerzas de izquierdas. El auge del fascismo en todo el mundo y la ineficacia de la política aprobada en el anterior Congreso fueron los motivos fundamentales de ese giro. No obstante, la primera experiencia de este tipo en España se dio años antes, en las elecciones de 1933 y en la circunscripción de Málaga –en la que dentro de un frente popular el PCE obtuvo el primer diputado comunista en el parlamento.

En realidad, las diferencias entre ambas estrategias son más que notables. De un lado la consigna de clase contra clase presupone que la clase trabajadora como sujeto histórico se organiza únicamente en los partidos comunistas. Pero, ¿no eran acaso también clase trabajadora los campesinos y obreros que militaban y participaban en otras fuerzas políticas de izquierdas? En ese caso, ¿no estaría la clase fragmentada políticamente? Por otro lado, la consigna de frente popular ya no hablaba de una clase social en concreto sino más bien de un aglutinante interclasista que se justificaba de acuerdo a la emergencia de un peligro mayor. En ese caso, ¿cómo influir desde la tradición comunista en esos espacios mucho más amplios?

Volveremos a estas cuestiones, pero, como se puede ver, ambas estrategias parten de un análisis de clases, y esto es lógico en una tradición como la marxista en la que la lucha de clases es el motor de la historia. La cuestión es, ¿y hoy? ¿cómo están las clases sociales estructuradas? ¿qué tipo de Unidad Popular puede construirse?

Sin duda alguna, debemos partir de que el mundo real no está separado entre capitalistas y trabajadores; esa dicotomía nos sirve para entender la lógica de la producción bajo el capitalismo, pero es una abstracción. A nivel concreto las fracciones de clase y las posiciones de clase complejizan la realidad. Sin embargo, es importante añadir también que las clases sociales no son, como aparecen en la cultura popular, el resultante de clasificar a los ciudadanos por sus niveles de renta o riqueza. Esa interpretación, de tipo gradualista, es producto de la influencia del pensamiento económico neoclásico y, desde luego, del pensamiento positivista que deriva en el uso intensivo de estadísticas y encuestas con objetivos clasificadores. Pero no es en su aspecto clasificatorio en el que debemos concentrar nuestra atención, sino en su aspecto funcionalista, es decir, en el papel que juegan los individuos en el sistema productivo.

Y lo cierto es que en las últimas décadas las transformaciones del capitalismo han producido, a su vez, transformaciones en la estructura social. No es que hayan desaparecido las clases sino que se han complejizado las relaciones de clase, multiplicándose con ello las posiciones de clase. El régimen de acumulación posfordista ha desestructurado la clase trabajadora, expandiendo la precariedad laboral y las figuras irregulares y autónomas. El trabajo mismo se ha flexibilizado a instancias de las necesidades de un capitalismo cada vez más flexible y que, precisamente por eso, hace cada vez más difícil que los trabajadores puedan tejer proyectos de vida. Al mismo tiempo, las grandes industrias del capitalismo occidental se han deslocalizado a los países subdesarrollados, convertidos ahora en fábricas de bajo coste, gracias a los salarios de miseria, que producen mercancías que vuelven a Occidente envueltas en signos y símbolos que se consumen en sí mismos. El advenimiento de la posmodernidad no es, en realidad, una época nueva sino la manifestación extrema de las tendencias ya existentes en el seno de la modernidad y del propio capitalismo, esto es, una suerte de hipermodernidad.

En este contexto, el neoliberalismo emerge como un proyecto ideológico de clase que se caracteriza por aunar los intereses de las distintas facciones de la clase capitalista. Es una revuelta de la oligarquía contra los mecanismos de redistribución conquistados por el movimiento obrero, tales como el Estado Social. Y es esa oligarquía, cuyo poder financiero es implacable contra países y regiones, la que empuja hacia la configuración de un nuevo orden social y de un nuevo orden jurídico-político, es decir, lo que precisamente hemos llamado proceso constituyente dirigido por la oligarquía.

Mientras tanto, como hemos dicho la clase obrera aparece complejizada, dividida en múltiples posiciones de clase y carente de un hilo cultural y político que la una. Y sin una conciencia de clase que le permita actuar como clase. Así es como gentes que comparten una misma relación antagónica con un adversario común se encuentran desconectadas entre sí frente a ese adversario que sí está unido en sus intereses y sus acciones de clase. Es entonces cuando emerge la necesidad de una unidad de clase o de unidad popular.

El pueblo y la tarea comunista

La estrategia de clase contra clase nunca tuvo sentido desde el punto de vista materialista. Puesto que lo que se producía era un enfrentamiento entre instituciones que en todo caso representaban clases sociales, y no un enfrentamiento directo entre clases sociales. Había que ser muy dogmático -y muy poco riguroso- para tachar de burgués a un campesino anarquista, por ejemplo. Lo que realmente sucedía, como también actualmente, es que las clases sociales estaban fragmentadas políticamente –en varias organizaciones tales como el PCE, el PSOE o la CNT, por poner algunos ejemplos. Ello significa que el enfrentamiento entre instituciones podía estar ocultando un enfrentamiento dentro de la misma clase social.

Y este es un hecho terrible sobre el que hace falta llamar más la atención. Cuando la política se observa únicamente desde los ojos de las instituciones –las organizaciones políticas- se produce un desplazamiento del foco de análisis desde la estructura económica –que observa la clase social- hacia la superestructura –que observa la organización política. Así, la incoherencia dentro del marxismo sólo puede disimularse asumiendo que el partido es en sí mismo la clase. Un salto sin rigor que tiene consecuencias letales para el movimiento comunista y para el movimiento obrero en general.

La conciencia de este hecho por José Díaz fue total. No en vano, tras los acontecimientos de Asturias, Díaz propuso la unificación sindical entre su sindicato, la CNT y la UGT. También propuso la creación de un comité de enlace entre el PCE y el PSOE, e incluso llegó a proponer la creación de un único partido de la clase obrera. José Díaz parecía convencido de que la necesidad histórica de la unidad popular era también un deseo de las gentes trabajadoras, y en uno de sus discursos así lo dejó claro al afirmar que «si no comprendéis el momento que vivimos, si no os ponéis a la altura de las grandes masas, que piden a gritos el Frente Único y la Concentración Popular para vencer al fascismo, cometeréis el crimen más grande que pueda cometerse contra las masas obreras y antifascistas que decís defender».

La opción de Díaz y del PCE fue la de optar por la unidad popular, que aunaba a la clase trabajadora en torno a un enemigo común. De hecho, la unidad popular sería la cristalización política del pueblo como sujeto. Pero pueblo no es una categoría analítica que se refiera a alguna clase concreta, sino que es más bien un aglutinante de diversas clases que nunca aparecen definidas con precisión. En realidad, este es un debate que no podemos tener aquí por cuestiones de espacio. Sin embargo, quiero señalar que la categoría pueblo puede englobar a diferentes fracciones y posiciones de clase que se alían en función de sus intereses en un determinado momento histórico. Y si tenemos claro que la dinámica del capitalismo aspira a arrasar las conquistas sociales del movimiento obrero, es decir, la Sanidad, Educación y Pensiones públicas, entonces hay que ver cómo nos organizamos tácticamente para defender esas conquistas y empezar a construir la alternativa.

Hay que insistir, como la práctica política de Díaz haría, en que este no es un debate sobre la superestructura –partidos e instituciones- sino sobre la estructura –condiciones materiales de vida. Un ejemplo sirve para ilustrarlo. Cuando paramos desahucios, no preguntamos a quienes nos acompañan si se sienten ciudadanos, de izquierdas, de abajo, socialistas o anarquistas; sabemos que en el conflicto hay heterogeneidad desde lo subjetivo, pero nos concentramos en las condiciones objetivas. La tarea comunista es la de la emancipación del ser humano, todo lo cual quiere decir que existe un compromiso moral y político con las clases populares atacadas en su vida por la dinámica del capitalismo.

Esa es la fuerza que hace que los comunistas estemos en los conflictos sociales sin esperar a cambio una rentabilidad electoral. Pero sabemos que nuestra pedagógica presencia en esos espacios es la que permite sumar a las gentes al proyecto comunista, hegemonizando políticamente los conflictos y sus interpretaciones. Y es que la conciencia de clase emerge en esos espacios cuando el intelectual orgánico, en términos gramscianos, es capaz de convencer y enseñar políticamente a las personas que están en el conflicto. Esa es, a mi juicio pero también al de Lenin y Gramsci, el principal rol del partido. He ahí la utilidad instrumental del partido, y por tanto éste siempre ha de ser tan flexible y dinámico como la realidad política lo requiera.

Además, la construcción de la unidad popular no es sólo una cuestión de acuerdos y actitudes entre dirigentes y militantes sino, también, una relación entre símbolos. Así, el PCE de los años treinta –como el resto de partidos- tuvo que aceptar que sus símbolos propios pasasen a segundo plano para que el símbolo resultante de la unidad pudiera ser la referencia. En ese sentido, toda construcción unitaria pasa por el mismo proceso, que no es sencillo en tanto que los símbolos encierran también un fuerte componente emocional además de político.

De hecho, las propuestas de unificación que lanzaba José Díaz, incluida la más ambiciosa de crear un partido único de la clase obrera, tenían siempre una contestación evidente en quienes acusaban al dirigente sevillano de querer liquidar el partido. Esta idea se repetiría posteriormente en muchos otros procesos, también actualmente. Y muchas veces es el resultado de confundir la tarea comunista con la institución comunista. Al fin y al cabo, la tarea comunista es la de construir una sociedad socialista sin clases y con justicia social mientras que la institución comunista es cualquier instrumento, temporal por definición, que sirva a ese propósito. Pero hacer de los instrumentos un fin en sí mismo es una perversión que suele repetirse a lo largo de la historia con consecuencias desastrosas para el movimiento comunista.