En los años treinta del siglo pasado los economistas marxistas comenzaron a discutir con vehemencia sobre la naturaleza de las economías latinoamericanas. El estudio sobre la posible formación del capitalismo en aquellos países lanzaba algunas conclusiones preocupantes: no era nada probable que lo que allí existiera fuera capitalismo puro. Más al contrario, había múltiples evidencias de que subsistían modos y relaciones de producción de tipo feudal que se combinaban y complementaban con modos y relaciones de producción de tipo capitalista. Aquellos debates dividieron a los marxistas en dos ramas bien definidas: por un lado estaban los ortodoxos, partidarios de alianzas con burguesías nacionales para seguir desarrollando el capitalismo (el socialismo tenía que ser la etapa siguiente al capitalismo), y por el otro lado estaban los heterodoxos o dependentistas (considerados desde entonces neomarxistas), que eran partidarios de la revolución inmediata. Los segundos, por cierto, inspiraron las guerrillas como las del Che Guevara.

Bastantes décadas más tarde los estudiosos de la economía soviética trataron de dar explicación a un hecho desconcertante: cómo un sistema político se había comportado con tanta crueldad y vileza a pesar de estar inspirado en nobles ideales como eran los comunistas. La explicación aportada finalmente fue multidisciplinar, pero entre los factores más importantes destacaba lo que podríamos llamar «la herencia cultural». Rusia había sido siempre un país con una cultura muy totalitaria, desde su formación como nación hasta el dominio de los zares. Al triunfar la revolución rusa de 1917 y seguir la guerra civil el sistema político zarista se derrumbó formalmente, pero muchos de sus cuadros técnicos (burócratas y administradores del sistema) únicamente vieron cómo cambiaban los jefes. La transición política no se combinó adecuadamente con una combinación cultural y es entonces cuando la «herencia cultural» comienzó a manifestarte con los mismos procesos y métodos violentos ejercidos por el poder.

Traigo estos dos fenómenos aquí porque me han venido a la cabeza al leer el muy buen documento «La financiación de las oligarquías provinciales en el apogeo y crisis del negocio inmobiliario en España: una reflexión sociológica sobre las cajas de ahorro» publicado en la Revista de Economía Crítica. En dicho documento se interpreta el papel de las cajas de ahorro en el proceso de despilfarro, y de financiación de un modelo productivo insostenible, a partir de las conexiones entre la política y las oligarquías provinciales.

Algunos lo hemos dicho continuamente: en los años setenta España llevó a cabo una transición política que no fue combinada con una transición económica. Como consecuencia de ello las viejas oligarquías franquistas, enriquecidas gracias a la sangre de la guerra, mantuvieron su poder económico aún en el marco de la democracia. Un poder muy provincial, vinculado al territorio y a una estructura económica muy poco desarrollada industrialmente. En este sentido el capitalismo español, como el latinoamericano, tampoco ha sido nunca puro. La historia económica ha demostrado que España ha fracasado en sus intentos de industrialización (a excepción, en términos generales, de las zonas del País Vasco y Catalunya) y que conjuga, por el contrario, elementos y rasgos semi-feudales con elementos modernos. Y es en este contexto en el que hay que inscribir el desarrollo económico español y el papel de las entidades financieras, muy concretamente las cajas de ahorro.

Los poderes políticos locales han estado estrechamente vinculados a los empresarios del territorio, los cuales desde tiempos inmemoriables han mantenido un comportamiento de tipo rentista. Así, los pelotazos inmobiliarios y los macroproyectos no rentables (como aeropuertos, parques temáticos o largas autopistas) han servido para generar empleo, riqueza (en términos de Producto Interior Bruto) a la vez que proporcionaba inmensos beneficios a los propietarios de las empresas y a los concejales corruptos. La banca, participada por las grandes empresas constructoras e inmobiliarias y propietario a su vez de ellas, ha sido también parte del modelo. Pero las cajas, administradas por personal muy bien remunerado y políticamente adscrito -directa o indirectamente-, han sido las entidades más volcadas en este modelo.

Y cuando el modelo de crecimiento se interrumpe, con el estallido de la crisis financiera internacional y de la burbuja inmobiliaria, el reguero de pérdidas es colosal. Y, lo peor de todo, el escenario resultante es desolador. Las cajas y bancos empantanados con activos tóxicos que hay que sanear con cargo a la financiación pública, mientras que las empresas no pueden seguir operando porque se inscriben en un modelo -el inmobiliario- que ya no sirve. Generaciones enteras -como la mía- divididas entre las que han sido formadas para un modelo productivo moderno que no existe en España y entre las que han sido formadas para un modelo productivo que ha acabado.

Ante todo este panorama sólo queda una alternativa: redefinición absoluta del modelo productivo (modernización productiva), del modelo de crecimiento (redistribución de la renta), superación del sistema político (segunda y completa transición) y superación del sistema económico (redistribución de la riqueza y socialización de importantes sectores productivos). España tiene que modernizarse en un sentido amplio, y eso no se podrá acometer sin una profunda redistribución de la riqueza y de la renta que acabe con el cáncer que carcome el desarrollo de este país: las oligarquías provinciales. Solo suprimiendo ese cáncer se podrá dar paso a las nuevas generaciones, altamente preparadas, para que puedan desarrollar sus capacidades y habilidades al servicio de la comunidad.