Publicado en Público.es

Estamos inmersos en un proceso de transformación radical de las instituciones económicas y políticas, que podemos convenir en llamar Restauración Borbónica y que se caracteriza por tres rasgos: a) Sostenimiento de las políticas de la troika a través de la aplicación de una agenda reformista, destinada a constituir un modelo de crecimiento económico basado en la precarización de la condición salarial y el estrechamiento de lo público; b) Sustitución de la agenda política de la corrupción y el conflicto social (paro, desahucios y hambre) por la agenda política del conflicto civil (derechos al aborto y manifestación, terrorismo y modelo de Estado); c) Apuntalamiento del sistema político del 78 a partir del intento de legitimación del ciudadano Felipe de Borbón y Grecia, legalmente heredero del actual monarca, y la aplicación de reformas políticas de maquillaje democrático (ley de transparencia). En definitiva, la Restauración Borbónica tiene como objetivo adecuar las instituciones políticas al proceso de constitución de un nuevo modelo de sociedad a la vez que trata de detener la hemorragia de apoyos políticos a Partido Popular y Partido Socialista.

El éxito de todo ello, sin embargo, es función de la estrategia económica. Esto quiere decir que el intento político de la Restauración Borbónica fracasará si las condiciones materiales de vida de los ciudadanos no mejoran en un plazo de tiempo relativamente corto. Aunque se desvíe la atención mediática desde los conflictos sociales hacia otros escenarios que operan como cortinas de humo, no es factible que la urgencia y emergencia del plano social desaparezca por ello. La coerción del hambre siempre es más fuerte.

Esa merma de las condiciones materiales de vida, que se traslada con el tiempo a un cambio en la concepción del mundo que tienen quienes la sufren, es la que explica en gran parte la enorme desafección política. Hastiados de un sistema político que se revela incapaz de resolver los problemas más urgentes a la vez que se sigue reproduciendo en sus formas más corruptas y clientelares. Los indicadores de abstención electoral se disparan, mucho más que el paulatino desplome del bipartidismo. Pero la izquierda se encuentra a la defensiva en prácticamente todos los espacios. Los movimientos sociales y organizaciones de izquierdas luchan como pueden contra las embestidas reaccionarias del Gobierno, pero la regresión se termina consolidando. Como en un círculo vicioso, crece la desesperanza y el agotamiento y se produce un reflujo en la lucha social.

Las elecciones europeas se inscriben en ese contexto, y se convierten en una especie de pulsación del ánimo político ciudadano. Regladas por un sistema electoral proporcional, donde cada voto cuenta exactamente lo mismo, la oportunidad política de las terceras fuerzas se presenta clara, si bien no fácil.

En un momento histórico como este, Izquierda Unida tiene la tarea política de neutralizar la Restauración Borbónica proponiendo una Ruptura Democrática, esto es, una alternativa política en discurso y práctica. Para ello, hay que trabajar en mostrar la esencia del sistema que se apuntala y revelar asimismo sus contradicciones. Desde luego, esto pasa por la denuncia de la socialización de pérdidas (como en los rescates financieros y de grandes empresas) y del proceso de empobrecimiento social, así como de establecer la necesidad de poner los instrumentos políticos y económicos al servicio de la creación de empleo. Eso significa impugnar la actual Unión Europea, actuando con vistas a invertir el chantaje que actualmente imponen sus estructuras antidemocráticas.

Pero sobre todo, es importante ilusionar y generar esperanza. Derrotar a la resignación impone la tarea de construir una alternativa no sólo programática sino también discursiva. Salir de la lógica de reactividad ante la coyuntura y entrar de lleno en la proposición estratégica. El objetivo de toda sociedad es la felicidad de sus miembros, y ello conlleva unos requisitos socioeconómicos (tales como el derecho a trabajar, a la vivienda y a la jubilación) que deben defenderse sin desconectarse del objetivo mismo. No cabe la defensa de nada sin formular previamente el por qué y para qué.

La construcción de un nuevo sistema político alternativo, republicano y participativo, que se construye precisamente para atender a los deseos últimos de los ciudadanos debería ser la guía que ilumine la acción política y el discurso.

Pero esta tarea sobrepasa el espacio meramente electoral. Las elecciones se presentan siempre como el resultado de una tarea política previa. Y esa tarea impone la consecución de una hegemonía cultural. Si la gente no desea el proyecto, si no interioriza los principios y valores que lo sustentan, no es factible un triunfo electoral. Ese proceso es sin duda lento, pues requiere una acción política arraigada en el terreno y una amplia organización capaz de llegar a todas partes. Pero el actual contexto social de descontento político es un terreno en el que puede evolucionar con mucha mayor rapidez. Y es ahí donde Izquierda Unida puede y tiene que jugar el papel de catalizador.

Así, las elecciones europeas se presentan como una oportunidad para acelerar el proceso de construcción de la alternativa democrática, también llamado proceso constituyente, y que no sólo reside en la redacción de una hipotética nueva constitución. Pero para lograrlo ha de enviar señales firmes de esperanza a la ciudadanía que actualmente está al margen, más cerca o más lejos, del proyecto. Y eso se logra, también, con una elaboración de una candidatura adaptada a tales propósitos.

Efectivamente, el discurso no sólo se transmite a partir de las palabras sino también a través de los símbolos. Y las caras, los nombres y los estatus sociales de los candidatos también son elementos discursivos que importan porque definen y describen el proyecto mismo. De ahí que la elaboración de la candidatura deba acometerse de acuerdo a dicha estrategia política, a fin de facilitar el mayor acierto posible. Y sin duda es más fácil acertar cuando en la deliberación y toma de decisión participa el mayor número posible de personas de la organización. Ello implica, además, que la lista final cuente con mayor identificación por parte de la organización y también con mayor legitimidad.

En definitiva, las elecciones europeas no marcan el fin de nada. Más bien suponen un momento político que la izquierda debe aprovechar para seguir acumulando fuerzas y para seguir construyendo hegemonía en torno a un proyecto que proyecte ilusión y esperanza en la constitución de una sociedad justa. Una nueva política, hacia dentro y hacia fuera, para tiempos de emergencia social.