En esta España nuestra, tan proclive a la charanga y a la pandereta, no me sorprende en absoluto que lo más atractivo del incidente ocurrido entre el rey de España, Juan Carlos I, y el presidente de Venezuela, Hugo Chávez, hayan sido las formas en la disputa verbal, si podemos llamar así a un rifi-rafe propio de macarras, entre ambos.

Ningún medio periodístico, si todavía podemos considerarlos así, ha centrado sus informaciones en la posible veracidad de las acusaciones lanzadas por Chávez. Ni siquiera el diario Público, autoconsiderado de naturaleza distinta a los convencionales, se ha salido de la senda marcada por la cultura del espectáculo. Es más, en prácticamente la totalidad de los medios se da por hecho que las acusaciones, no sólo de Chávez por cierto, son falacias obra de una panda de chiflados que han acudido a una especie de plató de televisión para lanzarse los trastos a la cabeza.

Los ciudadanos, tan acríticos como de costumbre, parecen disfrutar con la escena. Y se posicionan, por supuesto; que otra cosa no sé, pero las broncas parece que nos encantan. «El rey ha hecho lo que tenía que hacer, pues está allí para defender los intereses de España», suelen responder orgullosos cuando se les pregunta.

Pocos, sin embargo, se dan cuenta de que los intereses de las empresas españolas no son los intereses de la mayoría de los españoles. Ni siquiera van en el mismo sentido las más de las veces. Que la democracia política no sirve de nada mientras la economía sea una dictadura es ya una evidencia magnífica. Zapatero, sin ir más lejos, ha hecho más de embajador de los Botín y compañía que de los ciudadanos que le votaron. Y Juan Carlos I, para pintar algo, ha tomado allí el rol de guardaespaldas vacilón.

Chávez no es demasiado listo, pues no hace sino dar, de forma gratuita, argumentos a sus adversarios. Qué le cuesta tener un poco más de tacto, de inteligencia política. En esto Zapatero lleva razón: se puede ser muy radical sin necesidad de perder la educación. Y en la sociedad de la imagen, mal que nos pese, Chávez no está sino restándose puntos; a él, a sus políticas sociales, a los venezolanos en particular y al socialismo en general.

Por otra parte, la derecha española, como siempre desubicada, anticuada y a lo suyo, parece estar representando una versión moderna del colonialismo de antaño. Por supuesto a ellos no les importa lo que de verdad haya en las quejas contra los intereses empresariales de España, porque al fin y al cabo ellos sí se identifican con los mismos. Y no quieren, sálveles Dios, que el debate se vuelva en esa línea; que igual salen a la luz todas las desvergüenzas españolas en aquellas tierras, y mejor es mantener la basura escondida.

Reflexión que nos lleva necesariamente, en una línea discursiva circular, al comienzo: los medios son, en si mismos, intereses empresariales.