Hillary Clinton ha estado en la República Democrática del Congo y ha asistido a una rueda de prensa en la que, entre otras cosas, se le ha preguntado por unos contratos comerciales realizados entre este país y China. La cuestión no es menor, y va al corazón de los nuevos conflictos geopolíticos. África está siendo uno de los espacios donde las potencias económicas, en particular China y los Estados Unidos, rivalizan actualmente en influencia y poder económico. Y tras una crisis financiera que ha trastocado los planes imperialistas de estas potencias, el acceso a los recursos naturales cobra mayor importancia relativa aún si cabe. Preguntar a la secretaria de Estado de los Estados Unidos acerca de los acuerdos que sus rivales llevan a cabo en países de África no es ninguna pregunta de menor rango.

Sin embargo, no parecen pensar lo mismo los periodistas españoles que han cubierto, sin duda indirectamente y a través de las agencias, dicha rueda de prensa. Y no lo parece porque se han centrado exclusivamente en la anécdota ocurrida en una de las preguntas, cuando ésta -no se sabe si desde el origen o por error de la traducción- se habría referido a la opinión de Bill Clinton y no a la de su esposa, allí presente, Hillary Clinton. El titular de Público al respecto es representativo: «Hillary Clinton pierde el temple cuando le preguntan por la opinión de su esposo».

En ninguna parte de la noticia de Público podemos leer algo acerca del contenido sustantivo de la respuesta, si es que lo tuvo, o del transcurso del resto de la rueda de prensa. Ni siquiera en el telediario de Televisión Española, que he visto también, se ha hecho mención a algo que no fuese la indignación, probablemente justificada, de la Secretaria de Estado estadounidense.

Desgraciadamente este es el periodismo al que nos hemos acostumbrado y que cínicamente se dice a sí mismo objetivo y riguroso. Un periodismo que parece alejarse cada vez más de su función original: la de informar a la sociedad y ayudarla a formarse una opinión consistente y constrastada acerca de la realidad política. El producto final que ofrece el periodismo, sin embargo, es cada vez más un anecdotario de sucesos concretos sin mayor importancia para el desarrollo y evolución de una sociedad democrática.

Como consecuencia, la sociedad está cada vez más desinformada a pesar de que cree lo contrario. La cantidad de información no tiene nada que ver con la calidad o el pluralismo en el sector. De hecho, probablemente estemos caminando hacia un exceso de información, una pérdida en la calidad de la misma y una reducción en la pluralidad general. No en vano, tenemos cada vez más canales diciendo las mismas cosas y dejando de lado lo que verdaderamente importa.

El tiempo de los deportes, certificando la estrategia del pan y circo, ocupa a veces casi la mitad del telediario. Otra parte considerable son sucesos: accidentes en carretera, incendios en casas, homicidios varios, etc. A ello tenemos que sumar las noticias estacionales: olas de calor y sus consejos, vacaciones y ocupación en hoteles, la vuelta al cole o las vacaciones de los padres, etc. Finalmente, declaraciones de los dos principales partidos políticos en los que directamente se insultan unos a otros sin que ni ellos ni los periodistas nos ayuden a comprender por qué lo hacen. Y cuando, de pasada, se habla de política internacional nos hemos de tragar toda una ideología implícita que se visualiza tanto en el tratamiento de la información como en el del propio lenguaje -por ejemplo, sólo a la prensa franquista se le hubiese ocurrido llamar a los golpistas «gobierno en funciones» o «gobierno interino»-.

Por esta misma razón soy cada día un defensor más acérrimo de la nacionalización de los medios de comunicación. Si su función, básica para el desarrollo real de cualquier tipo de sociedad -capitalista o comunista-, no es llevada a cabo por la iniciativa privada tendrá que ser llevada a cabo por los instrumentos públicos. Por supuesto, hay muchísimas formas de hacer esto y deberían evitarse aquellas que conllevaran un peligro altísimo para el éxito de la iniciativa. El modelo en el que pienso es uno similar al que las democracias más desarrolladas han llevado a cabo con el poder judicial: una verdadera separación entre medios de comunicación y poder político pero un funcionamiento interno que garantice que cumple su función en todo momento.

No en vano, sabemos que hay grandes periodistas en España y que ese sector cuenta con profesionales altamente cualificados. Mi idea es sencilla: dejémosles hacer su trabajo sin que tengan que doblegarse ante la coacción de la rentabilidad.