Publicado en Elconfidencial

Hace unos días Rafa Mayoral, diputado de nuestro grupo parlamentario y miembro de la dirección de Podemos, fue recibido con aplausos en la multitudinaria asamblea que los taxistas habían convocado en Barcelona para decidir los siguientes pasos en el marco de la huelga. Una huelga que ha sido secundada ya en muchas otras ciudades de España. Mayoral, además, fue invitado a intervenir en la asamblea y sus palabras fueron suscritas íntegramente por los presentes. El diputado, de hecho, había sido vitoreado previamente en la asamblea nada más se supo que iba a acudir a la ciudad condal como muestra de apoyo y solidaridad. Todo ello refleja, a mi juicio, que detrás de estos fenómenos hay una experiencia compartida y un trabajo bien hecho y reconocido en defensa no sólo de los taxistas, sino de los propios servicios públicos.

Para entender bien las causas inmediatas de esta disputa debemos retrotraernos un mes, cuando el ayuntamiento de Barcelona aprobó un reglamento, con la abstención de PP y Ciudadanos, que limitaba las licencias de vehículos de alquiler con conductor (VTC). Aquel hecho ocasionó que el Gobierno y la Comisión Nacional del Mercado de la Competencia (CNMC) recurrieran ante el Tribunal Superior de Justicia de Catalunya (TSJC), el cual ha acabado dándoles la razón. En consecuencia, en estos momentos las empresas que comercian con VTC van ganando la batalla.

Estas grandes empresas, como Cabify o Uber, se han expandido enormemente en los últimos años como consecuencia de haber sabido aprovechar las licencias VTC, que ya existían previamente, por ejemplo para el uso de limusinas, como un negocio con el que competir con el sector del taxi. Como ya se ha denunciado, en realidad este nuevo nicho mercantil no es sino un espacio especulativo muy característico del capitalismo financiarizado. En primer lugar, estas grandes empresas utilizan una cuidada arquitectura financiera, que incluye el uso de paraísos fiscales, para eludir el pago de impuestos en España. En segundo lugar, aunque se disfraza con el eufemístico nombre de “economía colaborativa”, el negocio consiste en crear una red de conductores que han de poner su propio coche y asumir personalmente todos los riesgos laborales, y a los que conectan con los clientes que vayan solicitándolo a través de una aplicación móvil. En tercer lugar, todo lo anterior se recubre de una estética cooly moderna que traslada un mensaje ideológico de libertad y flexibilidad para el cliente y para el trabajador. En suma, un negocio que precariza las relaciones laborales de un sector, el del transporte público, al mismo tiempo que funciona como palanca desamortizadora del Estado Social en tanto que supone una notable merma de ingresos públicos. Hace tres años el periodista Esteban Hernández ya avisabade las amenazas de este modelo.

No obstante, para muchos observadores y analistas resulta cuando menos paradójico que este colectivo, tradicionalmente considerado como conservador, se haya mostrado tan receptivo con las propuestas de nuestro grupo parlamentario. En realidad es bastante fácil de explicar: los intereses materiales de este colectivo coinciden con los intereses políticos que aspiran a construir un modelo de país en el que los servicios públicos sean el eje principal. Igualmente las amenazas provienen del mismo espacio: de los partidarios de la liberalización a ultranza de todas las relaciones laborales y sociales, sean éstas referidas al sector de la sanidad, educación o transporte público. En cierta medida este conflicto no es sino una nueva expresión de los efectos que tiene la globalización neoliberal sobre las finanzas públicas, el Estado social y las relaciones laborales. No es un caso aislado, sino que la llamada “economía colaborativa” es la punta de lanza de un modelo de relaciones laborales precarizadas que aspira a convertirse en norma; en un nuevo orden social.

Hay quien, al analizar estos fenómenos, prefiere fijar su atención en su dimensión cultural. Como hemos dicho, estos nuevos negocios se dotan de una narrativa ideológica que nos interpela sobre la libertad, las nuevas tecnologías y la flexibilidad. Se nos dice que un conductor puede elegir de manera autónoma su tiempo y forma de trabajo. También se nos dice que, desde el punto de vista del cliente, éste puede usar su propio móvil para pedir el transporte, tener las comodidades de un servicio personalizado y, sobre todo, disfrutar de menores precios. Pero en todo esto no hay nada históricamente nuevo. De hecho, ni siquiera se trata de un signo de la posmodernidad sino de una extensión de todos los viejos parámetros de la modernidad. Gilles Lipovetsky lo llama “hipermodernidad”. Al final hay algo que es impepinable: la clase trabajadora necesita trabajar para poder sobrevivir y bajo el capitalismo es librepara elegir las formas en la que hacerlo pero dentrode esa necesidad. De la misma manera hay algo importante que añadir: la clase trabajadora, con su precariedad y salarios bajos, tiende a adquirir los bienes y servicios que son más baratos. Y ello no les convierte en pequeña burguesía. Sin duda hay quien usa un VTC porque es cool, pero son más los que lo usan porque puede ser más barato. El problema, de nuevo, es estructural, del propio sistema capitalista. El hecho de que pueda ser más barato, algo que no siempre sucede, tiene que ver con el dumping, es decir, con el hecho de que estas empresas están en la fase de destrucción de la competencia –el taxi- y por eso aguantan precios más bajos que, tras la desaparición de la competencia, volverán a subir para aumentar los márgenes de beneficio.

Clase trabajadora y nueva política

Sin embargo, lo que el desarrollo de este conflicto debería enseñarnos es algo precisamente acerca de las formas en las que la izquierda tiene que extender su modelo de país. La actividad práctica del diputado Mayoral y de todas las compañeras de IU, Podemos y otras formaciones que han estado al pie del cañón durante años revela a todas luces cómo de los conflictos sociales particulares puede desplegarse un completo modelo de país. Convertir un problema laboral en toda una aspiración de país no es otra cosa que construir hegemonía. Los taxistas de Málaga y otras ciudades pararon en solidaridad con los taxistas de Barcelona, mientras que sus discursos en todo este tiempo ya abordan con claridad y contundencia conceptos como servicio público, relaciones laborales dignas y modelo de país. Eso no sucedía hace tres años. El proceso de acompañamiento y solidaridad de clase de nuestro grupo parlamentario ha sido parejo al uso de las instituciones como altavoz de estas demandas y con la capacidad efectiva de brindar apoyo en todo momento. Lo mismo está sucediendo con los bomberos de Málaga, las limpiadoras de piso, las trabajadoras de Coca-Cola y los trabajadores de Amazon, por citar sólo algunos ejemplos.

En realidad, no es casualidad que el ayuntamiento de Barcelona, con Ada Colau a la cabeza, haya sido el primero en apoyar en una gran ciudad las demandas del colectivo taxista. Como tampoco es casualidad que sea el grupo parlamentario de Unidos Podemos el que sea mejor recibido en las asambleas de trabajadores. No son hechos puntuales, sino hitos concretos dentro de procesos de mayor profundidad. Pero obsérvese un aspecto relevante. Las organizaciones que mejor están expresando este sentir de clase son las que también hacen primarias, difunden públicamente sus noticias y reflexiones en Twitter y Facebook e incluso usan Telegram como métodos de coordinación interna. Somos las organizaciones que hemos sido consideradas como “nueva política” y a las que muchas veces se nos ha acusado de no estar conectados con la clase obrera. Sin embargo, la verdad es que pocos conflictos reales parecen obedecer a esas artificiales distinciones entre lo “virtual” y lo “real”, lo “material” y lo “inmaterial” o, sencillamente, entre “clase” y “cultura”. Hace una semana la asamblea de trabajadores en huelga de Amazon aplaudió con orgullo el momento en el que se les avisó que eran “trending topic” en twitter. Las caricaturas se resquebrajan y rompen cuando se las enfrenta con la realidad.

En la derecha liberal global hace tiempo que se reflexiona sobre por qué crece tanto la extrema derecha o el populismo. Algunos analistas, como Jim Goad o Mark Lilla, creen que es el resultado de que la izquierda ha girado sus discursos y prácticas concretas hacia las políticas de la identidad, lo que habría generado una reacción cultural en la clase trabajadora tradicional que la empujaría hacia nuevas formas de fascismo. Así es como entienden el surgir de una “alt-right” global. En España se ha importado esa discusión e incluso el marco conceptual, y se considera que la izquierda está cometiendo los mismos errores. Realmente toda Europea está inmersa en este debate. A veces parece que algunos postulan la creación de una suerte de “alt-left” que abandone las políticas de identidad –caso por ejemplo de un sector de Die Linke en Alemania, que promueve el lema “primero la comida, después la ética”- y otras veces parece que simplemente se postula una vuelta a discursos esencialmente obreristas –sin ninguna conexión con la realidad concreta de las luchas obreras; una especie de vuelta a una estética obrerista sin materialidad obrera-. De una forma u otra se introduce como mínimo una sospecha sobre las políticas de identidad y sobre “hombres de paja” como nueva política, posmodernismo, clase media, etc. Con ello, en nuestro país emerge así una notable paradoja: las redes sociales virtuales se llenan de comentarios exigiéndole a la “nueva política” un discurso más obrerista mientras esta “nueva política” está ocupada en las asambleas de trabajadores. Tampoco es nuevo. En el año 2012 la asociación de periodistas parlamentarios me concedió el premio al diputado 2.0, creado ese año, lo que me granjeó muchas críticas en sectores “ortodoxos” que olvidaron que algunos estuvimos ese año en casi todos los conflictos sociales, a veces incluso como organizadores, incluyendo una huelga general, un rodea el congreso y un centenar de asambleas de trabajadores.

Hay otra forma de entender todo esto. Hace unos días una entrevista a Nancy Fraser permitía ver cómo ella, quien es lo que podríamos llamar una feminista marxista, acusaba al “neoliberalismo progresista” de Obama, Blair y -añado yo- Zapatero, de haber promovido políticas neoliberales que les han alejado de la clase trabajadora. Ella sugería que ese “progresismo” atendía sólo las demandas liberales del feminismo, el ecologismo, etc. mientras desatendía las políticas económicas que necesitaban las clases populares. De esa forma, dice Fraser, una parte de la clase trabajadora que impugna el sistema reacciona frente al packde “neoliberalismo progresista”. Me parece que Fraser está en lo cierto. El problema de Zapatero no fue que apoyó el matrimonio homosexual sino que hizo una política económica de derechas. No cabe duda de que siempre ha existido un feminismo y ecologismo liberal, perfectamente compatible con la explotación capitalista, y precisamente por eso el marxismo y ecologismo marxista han combatido la falsa dicotomía entre lo “material” y lo “inmaterial” o entre la “clase” y la “cultura”. Lo que el marxismo interseccional ha dicho siempre no es que las políticas de identidad no importen o sean una trampa sino que son tan necesarias como la clase. De hecho, Fraser elogia el proyecto de Bernie Sanders porque es capaz de aunar demandas de reconocimiento con demandas de redistribución. Lo sorprendente es que nosotros, de nuevo, volvamos a caer en la falacia de pensar que existe algo así como un “coste de oportunidad” que hace que cuando nos dedicamos a una cosa dejamos de dedicarnos a la otra. Como si no pudiéramos estar en un piquete y en twitter a la vez o ser un gay de clase obrera. Un retroceso que implica el riesgo de alimentar posturas reaccionarias: si aceptamos que existe disyuntiva, estamos obligados a elegir.

Cómo unificar a la clase trabajadora

Piénsese que Marx ya atendió este problema desde muy pronto. Para él la praxis era la noción clave para abordar su temprana tarea de combatir al mismo tiempo el idealismo de Hegel (que consideraba al sujeto sin realidad material) y el materialismo de Feuerbach (que consideraba el pensamiento como mero reflejo de la realidad material). Para Marx la praxis es la acción consciente de los seres humanos para intervenir en sus condiciones de existencia, es decir, para transformar las relaciones sociales de producción. Esto significa que no existe separación entre lo material y lo inmaterial, sino unidad. No se puede desligar el hecho de ser gay con el hecho de ser clase trabajadora, ambas cosas son expresión de sus condiciones de existencia.

Desde esta perspectiva, la clase obrera revolucionaria no sólo aspirará a cambiar las relaciones de producción en un sentido técnico sino que aspirará a cambiar las relaciones sociales de producción, es decir, tanto su lugar en las relaciones sociales –su lugar como explotada, oprimida, racializada, etc.- como la realidad material en la que todo ello se inserta –que incluye también al propio planeta. Y, además, se asume que mediante la praxis cambia también el ser humano. Es decir, las prácticas –y tanto una huelga como la comunicación son dos ejemplos- cambian la forma de ver el mundo del ser humano. Por esa razón no es inocente hablar de precariado o clase media en vez de clase trabajadora, pues la forma de comunicarnos cambia nuestra forma de ver el mundo. Y de la misma forma por eso las huelgas también cambian a sus participantes, incluso aunque no tengan éxito. Así, en este esquema, no hay dicotomía entre políticas de identidad y políticas de clase, ni unas oscurecen las otras. Hay una relación de unidad porque ambas refieren a las condiciones sociales de existencia de la clase trabajadora. En suma, se postula una salida positiva en la que no hay chivos expiatorios.

Y, se dirá, ¿qué demonios significa todo esto en realidad? Pues significa que el problema de la izquierda no tiene nada que ver con las políticas de identidad sino con la ausencia de intervención directa sobre la vida real de la clase trabajadora. Son dos planos distintos. Dicho de otra forma, el problema es que la izquierda no ha conseguido organizar a la clase trabajadora, o que la clase trabajadora no ha conseguido autoorganizarse en grado suficiente, porque durante años se ha abandonado la intervención en los espacios de socialización de la clase trabajadora. Barrios, asociaciones de vecinos, cooperativas de consumo y producción, ateneos, bares, bibliotecas, periódicos, televisión, internet, centros de ocio… son ejemplos de espacios en donde la izquierda debería promover una praxis que revele tanto la necesidad del socialismo (teoría) como la necesidad de organizarse colectivamente (práctica). En estos casos no hay ninguna oposición necesaria entre las políticas de identidad y las de clase, como se puede observar, citando alguna referencia cultural, en la película Pride;obra que narra el encuentro, brusco primero y virtuoso después, entre el colectivo homosexual y el colectivo minero en los años ochenta en el Reino Unido. Pero obsérvese que tampoco hay ninguna oposición necesaria entre un espacio de socialización como un bar y otro como internet, pues ambos son reales y en ambos se encuentra la clase trabajadora. Por eso aplaudieron los trabajadores en huelga de Amazon o por eso los de Coca-Cola piden retuitsa sus iniciativas. Simplemente son espacios de socialización distintos, como sucede entre una biblioteca y un cine, y requieren una intervención distinta. Casi siempre el instinto de clase es más eficaz que la teorización de clase.

Todo esto puede ser parte de la enseñanza en la gestión del conflicto del taxi. Lo que el diputado Mayoral y nuestro grupo parlamentario ha hecho, como también el ayuntamiento de Barcelona, es precisamente intervenir en la realidad concreta de la clase trabajadora realmente existente. No se ha idealizado a la clase trabajadora a partir de nostálgicos y mitificados relatos del pasado (aspecto éste que precisamente el propio Mark Lilla define como el eje del pensamiento reaccionario) para después acusar a todo lo cronológicamente nuevo como obstáculo, trampa o peligro, sino que se trabaja con la clase obrera que realmente existe para articular todas sus demandas en un proyecto de país (que por definición va más allá del conflicto capital-trabajo). Y en ninguna parte se ha alimentado la sospecha sobre las políticas de diversidad o identidad porque se entienden igualmente necesarias y emancipadoras. Me parece, de lejos, la mejor estrategia para la izquierda.

Yo deseo –y trabajo para ello- que ganemos esta batalla frente al neoliberalismo más salvaje, el de las “economías colaborativas”. En este sentido, el colectivo del taxi es un reflejo del conjunto de la clase trabajadora, un nodo más, con sus singularidades, que se inserta en una red de conflictos sociales, laborales y no laborales, que pueden convertirse en vectores de transformación social para nuestro país. En todos ellos debe estar la izquierda, interviniendo, articulando y construyendo nuevas realidades. Podemos lo llama Patria, en Izquierda Unida lo llamamos República Federal; pero en ambos casos es un modelo de país, una concepción del mundo y un orden social distinto enfrentado con el capitalismo neoliberal que sólo puede construirse desde la praxis. De cómo sumamos fuerzas para conseguirlo va este debate. Al resultado final de cómo una “concepción del mundo” se convierte en mayoritaria Gramsci lo llamó hegemonía, y no por casualidad él definió ese proceso hasta la hegemonía como “filosofía de la praxis”.