No sé qué me molesta más, si la bochornosa actitud sensacionalista de los medios de comunicación españoles o la respuesta de la sociedad (ciudadanos, políticos e instituciones públicas y privadas) ante lo que es un clarísimo control de la agenda por parte de estos mismos medios. El tratamiento informativo del avión estrellado en Barajas ya clama al cielo, y es definitivamente el fin del periodismo tal y como lo idealizábamos muchos. Esperanzados, ingenuamente nos damos cuenta ahora, estábamos quienes creíamos que la función del periodista era informar con objetividad, rigor, pluralidad y, sobre todo, con principios y valores.

El Mundo, El País, Público… han caído todos. Los canales de televisión lo habían hecho mucho antes en la desgraciada contienda contra los programas basura, aquellos que se ceban con el sufrimiento ajeno y lo «espectacular». La lucha por la audiencia, se decía, Ahora son los periódicos, con notable experiencia tras el 11M, los que se han unido a la legión de periodistas que son, en realidad, meros esclavos de los números. Han vendido la profesión del todo. Sustituyen la información por el suceso, la investigación por la primicia, los análisis por las especulaciones gratuitas…

Incluso Público, un periódico que se promocionó autoconsiderándose la prensa de los jóvenes de izquierdas, no ha resistido la tentación de ser uno más.

El periódico gratuito Que! se introdujo en el IFEMA, el centro habilitado para almacenar los cadáveres, y publicó minutos más tarde una fotografía del centenar de restos envueltos en sábanas blancas. La fotografía llevaba el logo de la entidad, para que otras no pudieran usarla en su competición por los lectores. ElPais se adelantó con la entrevista a una superviviente. Público consiguió una fotografía de la cabina del avión siniestrado, realizada con anterioridad al suceso, y que también publicó con el logo del medio. ElMundo inició la campaña contra Spanair, señalándoles muy poco cuidadosamente como responsables de la tragedia; pero le siguieron todos.

Ignacio Escolar, director de Público, escribía el otro día en su blog personal que su periódico sí respeta a las víctimas al no publicar imágenes de excesiva dureza. Pero no dice nada del sensacionalismo. Cada avión con una incidencia mínima durante un vuelo es una noticia que aparece en portada. Y ahora a todos les preocupa la situación financiera de la empresa, así como los derechos laborales de los empleados e incluso, vaya fastidio, si el gobierno regula correctamente el sector.

Pero el poder de los medios de comunicación va mucho más allá. No en vano son los creadores de opinión, y controlan del mismo modo la agenda política. Los propios políticos dieron por terminadas sus vacaciones justo cuando el eco de los medios de comunicación resonó con demasiada fuerza. Y las instituciones se pusieron todas al servicio de las víctimas del accidente. Los lazos negros volvieron a llenar las calles, a la misma velocidad que los canales de televisión proseguían en su labor de despedazo del acontecimiento. En todos lados se escuchaba la misma historia, hablara uno con los vecinos, amigos o escuchara a cualquier líder o presidente de organismo.

Y no es una cuestión objetiva, porque de todas formas ¿cómo medir el dolor y el tiempo que se le destina al mismo en un telediario? Es un problema de espectáculo, un concepto suficientemente estudiado por los situacionistas franceses. Da igual que fueran 153 víctimas, porque aunque evidentemente una montaña es más que un grano de arena, bien podría hacerse la primera con una adecuada gestión del segundo. Pasó con Antonio Puerta, jugador del Sevilla, que fue sólo uno. La sociedad le lloró porque los medios provocaron las lágrimas. Lágrimas que no provocan en otros casos, aunque bien podrían. Accidentes laborales mortales, muertes en carretera, muertos de hambre en el mundo… el problema es que no son fáciles de incluir en un reportaje como el de Barajas.

Es hora de pedir responsabilidad. Toda nuestra cultura está sometida a los designios de un sector que cada día se arrastra más, pero con un poder inmenso y descontrolado. Tal vez sea momento de reivindicar una prensa libre que esté profundamente regulada, o un sistema regulatorio completo que deje a los medios bajo el control de profesionales independientes no sujetos a la lógica del mercado.