Citoyen, autor de la bitácora «La Ley de la Gravedad» y adscrito a esa nueva corriente ideológica que se autodenomina «Neoprogresismo», ha escrito una supuesta réplica al editorial que el Consejo de Redacción de la revista «Economía Crítica y Crítica de la Economía» ha publicado en su último número de Mayo-Abril de este año y que analizaba las posibles reformas del mercado laboral.

La réplica me ha parecido muy interesante no tanto por su contenido, previsible y evasivo de las cuestiones centrales, sino por su carácter. En esta respuesta se ve perfectamente la enorme diferencia que existe entre los economistas críticos (y aquellos que estudian estructuras y dinámicas) y los «economistas» que basan sus análisis en el individualismo metodológico y creen que el mercado (por el que profesan una fe absoluta, por cierto anticientífica) opera en el vacío. Por ese motivo en este post pretendo clarificar las distintas posiciones, a fin de que los lectores de esta bitácora puedan hacerse una idea de la enorme distancia que existe entre ambas.

La economía se vende en los manuales de economía como «la ciencia que estudia la asignación de los recursos», y así la entienden la mayoría de los hoy autoconsiderados economistas liberales. No obstante, la economía es considerada más ampliamente por otros economistas como «la ciencia que estudia cómo las sociedades producen, distribuyen y consumen sus recursos». Las diferencias trascienden lo meramente técnico y se adentran en las cuestiones políticas e ideológicas. Efectivamente, la primera de las versiones de la economía se corresponde con la aceptación de un status quo que es asumido como el mejor de los posibles y sobre el cual sólo es válido su gestión. Se niega, entre otras cosas, que ese status quo conforme un sistema sometido a una dinámica determinada que le es propia.

Esta versión de lo que es la ciencia económica es la dominante en la academia, y lo es no por criterios científicos sino por cuestiones que tienen que ver con el poder y sus intereses. Es un enfoque que se levanta sobre supuestos absolutamente falsos y acientíficos, y que basa su programa de investigación en el individualismo metodológico y su reduccionismo metodológico. Pero su predominio absoluto ha sido tan inmenso que la arrogancia y la prepotencia de las personas adscritas a esta forma tan particular de pensar la vida sobrepasa todo lo imaginable. Su absoluto desprecio por otras formas de pensar, que alcanza incluso a los economistas clásicos, los lleva continuamente a considerar analfabetos y cuenta cuentos a sus adversarios.

Citoyen es una de las figuras en las que se concretiza este abstracto que son los economistas de este tipo, como también lo son muchísimos de los profesores que he tenido a lo largo de la carrera de Economía. Personas que se han presentado como profetas, incluso literalmente, y que te venden su teoría económica como la única válida y cierta. Personas perfectamente funcionales a un sistema económico que niegan en sus escritos.

Pero en todos los casos el juez será siempre la realidad, aquella que no soporta que la mentira de los discursos académicos le fastidie una buena y probablemente dramática aparición. La realidad, que tan lejos les queda a estos economistas y que tan inevitable resulta ser.

Por ese motivo me interesa reflejar aquí cuáles son los argumentos principales de las posturas teóricas que se han materializado en el editorial de ECCE, por una parte, y en la respuesta de Citoyen, por otra.

El editorial de ECCE tiene como tesis principal, como bien interpreta Citoyen, que el problema de la economía española no está en el mercado laboral, sino en la estructura productiva, la cual se ha basado en sectores de bajo valor añadido relativamente inestables como la construcción y el turismo. En consecuencia, el editorial critica que las propuestas escuchadas recientemente se orienten en las reformas del mercado laboral en vez de centrarse directamente en la estructura productiva que le da forma.

Para Citoyen, sin embargo, la cuestión principal reside en la reasignación de los factores productivos o, dicho en otras palabras, que los trabajadores puedan moverse con más facilidad entre los sectores y empresas cuyas lógicas de funcionamiento (que no explica) les ha obligado a variar su oferta de trabajo.

Como puede verse, Citoyen barre para su casa. A él no le interesan las relaciones entre mercado productivo y mercado de trabajo, sino exclusivamente la configuración del mercado de trabajo que obstaculiza una eficiente reasignación de factores productivos. Él no se pronuncia sobre el hecho que revela el editorial de ECCE: el mercado productivo determina la configuración del mercado laboral.

Es sencillo de entender. Si un modelo productivo está basado en industrias de alta tecnología y éstas están bien articuladas con el resto de sectores, el mercado de trabajo tendrá que ofrecer mano de obra que se ajuste a esa configuración: entre otras cosas tendrá que aportar mano de obra cualificada para trabajar en esas industrias de alta tecnología. Pero si el modelo productivo está basado en la exportación de materias primas y apenas tiene industrias, el mercado laboral no tendrá necesidad de aportar mano de obra cualificada sino sencillamente mano de obra que sirva para trabajar en la exportación de materias primas.

¿Qué ocurre con el modelo productivo español? Pues que desde la entrada en la Unión Europeo se ha especializado en el turismo y la construcción (apoyándose en las teorías de las ventajas comparativas), con lo cual se ha hecho muy dependiente del exterior y de la coyuntura, por una parte, y muy poco necesitado de un mercado laboral cualificado, por otra. Se ha hecho dependiente por varías vías: sometido a la demanda externa (turistas que prefieran España), a la entrada de capitales (como consecuencia de importaciones de alto valor añadido y exportaciones de bajo valor añadido) y dependiente de la burbuja inmobiliaria.

Citoyen dice, no obstante, que el mercado laboral influye en el modelo productivo en la medida en que el primero puede ofrecer incentivos para cambiar el segundo. Esta posición es sorprendentemente ingenua. Se olvida así que la decisión de un modelo productivo u otro es puramente política (nace, entre otras cosas, de las tesis de que «la mejor política industrial es no tener política industrial») y que no nace en los designios de un libre mercado. Pero se olvida también de la realidad, lo que es una constante en sus análisis, ya que el mercado laboral español expulsa mano de obra muy cualificada cada año y que no hay forma de absorber sino es en sectores que no le corresponden (ingenieros químicos en empresas de informática, historiadores en los supermercados, economistas de cinco años de formación en el sector servicios sin aplicar nada de lo aprendido) o a precios insultantemente bajos (el mileurismo). Es el drama de la juventud española, por ejemplo.

Pero una vez queda demostrado que a Citoyen no le importa la economía con mayúsculas, sino la economía con minúsculas (la gestión de los «recursos») y que muestra un gran recelo para hablar de modelos productivos, pasemos a ver por qué él apoya el hecho de carecer de política industrial.

En primer lugar Citoyen dice que «no hay ninguna garantía que los políticos sean mejores que los inversores privados decidiendo qué sectores son potencialmente rentables en el futuro», con lo cual deja bien claro cuál es su criterio a la hora de asignar recursos: la rentabilidad. Por supuesto la crisis actual debería ser suficiente como demostración de lo que puede hacer la rentabilidad. En determinadas coyunturas es muy rentable especular con bienes inmobiliarios y movilizar todos los recursos hacia ello, dejando de lado la economía real y la inversión en actividades menos rentables pero más «sanas» a medio plazo. Efectivamente, una economía dejada de la mano de la rentabilidad puede acabar literalmente destrozada a medio plazo, a pesar de que durante años ofrezca tasas de crecimiento altísimas.

En segundo lugar Citoyen argumenta que bajo la inversión libre (sin obstáculos impuestos por el Estado y sus políticas) los fracasos se pagan de forma privada y no pública (caso que sería en el caso de una inversión pública). Aunque Citoyen parece confundir política industrial con industrias públicas, lo importante es que la realidad de nuevo aplasta sus argumentaciones. Los desastres ocasionados por la búsqueda de la rentabilidad (promotoras, constructoras y bancos, todos privados) están produciendo durísimos efectos que se están pagando con bienes públicos (inyecciones de capital en todas las formas posibles, efectos indirectos, destrucción de empleos y gasto público aumentado, pérdida de ingresos…).

Las ventajas de un modelo productivo diversificado, autocentrado, y que por lo tanto tenga política industrial son muchas. A vuela pluma apuntaré algunas. En primer lugar permite al Estado conducir la economía de su país, huyendo de los criterios de rentabilidad que ya hemos visto a dónde conducen. En segundo lugar permiten diseñar los incentivos adecuados para que la inversión se dirija a la actividad productiva y no a la especulación. En tercer lugar, permite a la economía crecer de forma sostenida ofreciendo productos de más alto valor añadido y reduciendo déficits externos y, así, dependencia. En cuarto lugar, posibilita políticas sociales internas más consistentes y basadas en altos salarios, incremento de la productividad y aumento del mercado interno.

Por último baste mencionar algunas cosas sobre productividad. La productividad se define como la cantidad de producción generada por un trabajador en una determinada cantidad de tiempo. Se puede incrementar mediante la mecanización de la producción (sustitución de personas por máquinas) o mediante nuevas técnicas de organización. En economías de bajo valor añadido es evidente que no hay incentivo para sustituir esa mano de obra barata por máquinas más caras: un incremento de salarios presionaría en ese sentido. La productividad no aumenta únicamente por la formación porque la frontera de posibilidades está muy limitada por la capacidad técnica disponible en cada empresa (puedes tener a todos los albañiles formados en matemáticas, pero no producirán mucho más por ello), de modo que es necesario actualizar dichas capacidades técnicas. Y eso se consigue modernizando el modelo productivo, permitiendo que sean otras las actividades en las que se inserte la mano de obra.

Finalmente hace falta añadir una puntualización especialmente importante. No creo que este modelo, aunque efectivamente puede ser extremadamente competitivo, sea posible para todas las economías del mundo bajo un sistema capitalista. Las limitaciones no son pocas: la dimensión ambiental (recursos naturales) y las restricciones propias del mercado capitalista mundial (a quiénes vender todos esos productos si todos los países compiten por hacerlo).

Con este post no he querido en realidad responder a Citoyen, pues aunque estoy convencido de que lo he logrado sé perfectamente que no va a cambiar su modo de pensar (no es fácil abandonar la estructura mental con la que uno se ha formado, y menos de la noche al día). No pretendo convencerle a él, sino que busco que mis lectores estén atentos a este tipo de análisis y de economistas que él y sus escritos representa. Porque es hora de que la izquierda despierte y, como dice Citoyen, no lo haga desde la retórica y los tópicos, pero tampoco asumiendo las formas tramposas de ver y entender el mundo propia de los liberales. Es hora de que la izquierda supere su miedo y demuestre sistemáticamente lo falaz de esos discursos, y proponga alternativas tangibles y que conduzcan a un mundo mejor donde, entre otras cosas, las personas pinten.