¿Tienen algo que ver la pandemia de la Covid-19, la globalización, el cambio climático, las macrogranjas, el modelo capitalista de producción y consumo y la seguridad alimentaria? La respuesta es «sí, mucho». Por esta razón, y con motivo del Día Mundial de la Inocuidad de los Alimentos –que conmemora la importancia de prevenir y evitar las enfermedades transmitidas por los alimentos– me parece oportuno que nos detengamos a analizar el estatus particular de la relación seres humanos-animales-ecosistemas.

En las últimas décadas, nos hemos acostumbrado a analizar y estudiar la realidad compartimentándola en espacios aislados, algo que ha dificultado muchas veces nuestra capacidad de ver la panorámica completa. Este es un fenómeno que, en el mundo científico, se ha denominado hiperespecializacióny, frente al cual, han emergido muchas corrientes y programas de investigación que promueven diferentes enfoques multidisciplinares. Se denuncia, usando un lenguaje coloquial, que cuando te acercas tanto a estudiar un árbol estás también alejando la posibilidad de ver el bosque y puede  –y de hecho eso pasa–, que con el tiempo incluso olvides que había un bosque. Como es natural, este fenómeno se ha producido en todas las disciplinas científicas. En el ámbito que nos ocupa, una de estas estrategias que buscan ampliar el foco es la conocida como One Health, una propuesta metodológica que han asumido la OMS y la Unión Europea, entre otras instituciones, y que pretende restaurar la conexión entre el mundo animal, el mundo humano y los ecosistemas.

Esta estrategia parece aún más pertinente si observamos que animales y humanos compartimos cerca de trescientas 300 enfermedades, y que un 60% de las enfermedades humanas infecciosas son de origen animal. Las zoonosis, de hecho, son aquellas enfermedades que se transmiten entre humanos y el resto de animales, bien sea directamente o indirectamente (por contacto estrecho entre ambos o a través de la alimentación). Para que nos hagamos una idea, la última pandemia de la Covid ha estado causada por un virus de este tipo.

Las transformaciones económicas, tecnológicas y sociales de las últimas décadas, esto es, lo que hemos conocido como globalización, han propulsado cambios muy notables en la relación animales-seres humanos-ecosistemas. Una de las consecuencias más evidentes es que se ha elevado el riesgo potencial de transmisión de enfermedades zoonóticas. El contacto estrecho entre animales y seres humanos se ha agudizado por factores como el crecimiento de la población mundial, el desarrollo del turismo internacional que ha permitido visitas a lugares hasta entonces inhabitados por seres humanos, la deforestación que ha provocado el desplazamiento de los animales de sus hábitats, los cambios en los patrones de consumo, las técnicas intensivas de ganadería o la aglomeración masiva de animales en grandes explotaciones, entre otros. Todos estos cambios han mejorado la eficacia con la que los animales vectores de transmisión de enfermedades llevan a cabo esta particular función. De hecho, desde hace unas décadas, es habitual el registro de casos de SARS, del virus del Nilo Occidental o de la viruela del mono en regiones como la estadounidense o la europea, donde esos virus no son endémicos.

Pero si hay un fenómeno que permite visualizar estas interrelaciones de un modo claro es precisamente el cambio climático. El calentamiento global es la consecuencia de la emisión de gases de efecto invernadero a la atmósfera, gases que retienen el calor procedente de la radiación solar y producen la elevación global de temperatura en la Tierra. Conocida esta realidad, los Acuerdos de París establecieron en 2015 el objetivo de no superar los 1,5 grados centígrados sobre el nivel preindustrial, si bien las actuales previsiones del panel de científicos de las Naciones Unidas son mucho más preocupantes. Al fin y al cabo, el compromiso de los gobiernos nacionales para descarbonizar su modelo de producción y consumo está siendo débil, mientras que el grado de cumplimiento es aún más lúgubre. De hecho, según la Agencia Internacional de la Energía, en el año 2021 se alcanzó un nuevo récord mundial de emisiones de dióxido de carbono.

Lo cierto es que este calentamiento global está ya operando en muchas regiones con efectos muy drásticos. La actual crisis alimentaria global está relacionada con la invasión de Ucrania por parte de Rusia, pero también con la pérdida de cosechas en Asia (particularmente en India y Bangladesh) como consecuencia de fenómenos climáticos extremos como las sequías y las inundaciones. En efecto, el cambio de temperatura afecta gravemente a la capacidad para producir alimentos. De acuerdo con el último informe de COAG, en caso de alcanzarse una subida de 2 grados centígrados, se perderían en España un 15% de la cosecha de trigo y un 20% de la cosecha de alta calidad del vino.

Estas consecuencias son detonantes de importantes crisis sociales que, a su vez, desatan movimientos migratorios humanos, sobre todo, desde los países más vulnerables. Pero el aumento de temperaturas también altera los ciclos migratorios de ciertos animales, al tiempo que facilita el asentamiento y consolidación de animales que son vectores de transmisión de enfermedades, sobre todo insectos (piénsese en el mosquito tigre en España) en zonas y regiones donde hasta entonces no era posible que sobrevivieran.

Es evidente también que las regiones más afectadas por el cambio climático, como la cuenca mediterránea en la que se encuentra España, serán también las que más expuestas queden a estas otras consecuencias. Así, no se trata sólo del coste económico implicado en la reconstrucción tras los temporales, un enfoque muy del gusto de los economistas convencionales, sino de algo mucho más profundo: la dislocación de todos los ecosistemas y, por ende, también de la relación ser humano-animales-ecosistema.

Desde el Ministerio de Consumo hemos publicado recientemente un informe sobre el impacto ecológico del consumo en nuestro país. Este informe destaca que las presiones e impactos ecológicos -que van más allá del cambio climático- están explicadas hasta en un 52% por las decisiones de consumo relativas a la alimentación. Este es un dato consistente con toda la literatura científica sobre la materia y que abunda en una realidad insoslayable: el modo en que nos alimentamos repercute no sólo en nuestra salud individual (por ejemplo, en enfermedades cardiovasculares) sino también en la salud del planeta (cambio climático) y, como consecuencia de las interrelaciones aquí apuntadas, de nuevo en nuestra propia salud (enfermedades zoonóticas). Así, existe una conexión entre fenómenos aparentemente dispares como son el cultivo para la alimentación o para agrocombustibles, la deforestación, la pérdida de biodiversidad, el tipo de explotaciones ganaderas, el mercado de futuros, las bolsas en las capitales financieras, las emisiones de metano de los animales y las emisiones de dióxido de carbono de los transportes de mercancías o las emisiones asociadas a la fabricación y uso de fertilizantes, el calentamiento global y el capitalismo también global, las élites y caciques empresariales locales y, desde luego, nuestras decisiones de consumo en el supermercado o en la tienda de barrio. Desenredar y desnudar estas conexiones es el primer paso para empezar a ver algo con nitidez.

En definitiva, en tanto que los seres humanos no somos una dimensión al margen de los animales y los ecosistemas, sino que coevolucionamos con ellos, más nos vale proteger y preservar los parámetros que hacen la vida posible. Vivir dentro de los límites del planeta, como hemos apuntado en este reciente artículo, no es sólo una necesidad, sino que también implica la toma de decisiones radicales acerca del modo en que nos organizamos económica y políticamente. Y, por decirlo con brevedad, nuestro modelo capitalista de producción y consumo es insostenible, como también lo es la escala a la que se produce actualmente la explotación y consumo de recursos materiales, así como la degradación ambiental que esta dinámica económica genera.

Continuar como si nada de esto fuera real es la mayor temeridad que podríamos cometer como especie. Por otro lado, corregir los desequilibrios provocados por un irracional modelo de producción y consumo no es tarea sencilla pero, como se puede fácilmente comprender, es tarea urgente.

En el siglo XVII, en pleno despertar de la Ilustración, el filósofo inglés John Locke afirmó que «la Tierra no es un punto sino una mota: nuestra pequeña mota de polvo, esta mota del universo», en claro contraste con la filosofía medieval que pensaba a la Tierra y la Humanidad como el centro del universo. Hoy, tres siglos más tarde y con suficiente evidencia científica acumulada, es hora de que asumamos el lugar que ocupamos dentro del propio planeta Tierra y, por ende, que tomemos las medidas necesarias para preservar la vida.