Al grave problema que supone la ola reaccionaria que ha entrado en Andalucía hay que sumar la rabia que da ver que entre todos predijésemos este escenario y no hayamos sabido o podido evitarlo. Aunque, a decir verdad, la irrupción de la extrema derecha era hasta cierto punto inevitable porque como espacio político estaba incrustada en las entrañas del PP y sólo necesitaba de ciertas condiciones para emanciparse. El problema real lo tenemos en que ese hecho ha coincidido con una desmovilización muy notable de votantes de izquierdas que prefirieron la abstención a votar a nuestra candidatura o a la de otras organizaciones progresistas. Eso es enteramente culpa nuestra, y ahora nos toca acción, mucha acción, para revertir este panorama.

No obstante, reconozco que me preocupa la actitud que ha tomado una parte de la izquierda, al menos en redes sociales. La expiación de culpa es un fenómeno que no me atrae, pues me parece más útil la autocrítica y la propuesta. Lo de estos días alguien lo definió anoche como “navajeo” y no me parece una metáfora desencaminada. En vez de eso lo que necesitamos es unidad, claridad y mucha acción. Y si bien como coordinador federal de una organización comprometida con una sociedad con justicia social puedo garantizar que desde esta casa haremos todo lo posible, también tengo que pedir que nos pongamos todos a la altura. Y claro, pensando en por qué hay tanta crispación en este lado del eje, creí que una pequeña explicación sobre cuál es la propuesta de IU podría ayudar.

¿A quién nos dirigimos?

Permitidme que comience con la pregunta base que nos hemos hecho en los últimos dos años, desde que soy coordinador de IU: «¿por qué no nos votan la clases populares?» Hace un año escribí un artículo exponiendo con detalle el problema, pues era un fenómeno generalizado en toda Europa y que ya habíamos estudiado en España, y acabé sugiriendo que la solución pasaba por «organizarnos en el conflicto». Es lo que aprobamos en IU en la última asamblea, y es lo que mejor refleja la práctica de la tradición comunista. Ahora explicaré a qué me refería con ello.

En todo caso, sea porque las clases populares no nos votan o porque los que sí nos votaban han dejado de hacerlo, lo que está claro es que toda organización política que se presenta a las elecciones tiene como objetivo maximizar sus votos. La cuestión es: en una sociedad dividida en clases y fragmentada cultural y políticamente, ¿a quién nos dirigimos para que nos vote?

El movimiento comunista y los partidos socialdemócratas del siglo XIX no tuvieron muchos problemas al abordar esta pregunta. Eran desconfiados de la democracia representativa liberal porque creían que cuando ganaran les iban a montar un golpe de Estado (la historia está llena de ejemplos que les darían la razón), pero hasta finales de siglo eran muy optimistas con sus posibilidades electorales. Pensaban así porque partían de las predicciones de Kautsky y Marx, quienes sugerían que la clase trabajadora se convertiría más temprano que tarde en mayoritaria (el Manifiesto Comunista de 1848 dice que «el movimiento proletario es el movimiento autónomo de una inmensa mayoría en interés de una mayoría inmensa»). Sin embargo, esos mismos partidos socialdemócratas empezaron a comprobar a finales de 1890 que la dinámica del capitalismo era más compleja y que la pervivencia de clases intermedias como los artesanos iba acompañada también de la proliferación de nuevas profesiones y ocupaciones intermedias que empezaban a llamarse «clase media». En esas circunstancias los partidos enfrentaron un dilema electoral: si querían obtener la mayoría electoral tenían que dirigirse a sectores autoconsiderados «clase media» y por lo tanto tenían que ser movilizados a través de otros significantes tales como «pueblo» o «ciudadanía». Pero al hacerlo así reducían la conciencia de clase y trasladaban a su base social la imagen de una sociedad no clasista. Si por el contrario querían maximizar la conciencia de clase, hablando de «clase trabajadora», sus discursos serían ignorados o rechazados por los sectores mayoritarios de la sociedad que no sentían de esa clase y no podrían nunca ganar las elecciones. Adam Przeworski explicó todo esto en un extraordinario libro escrito en 1985, Capitalism and Social Democracy, desvelando que este dilema es una consecuencia necesaria de un sistema político que se rige por la mayoría y en el que al mismo tiempo la clase trabajadora industrial no es mayoritaria.

A muchos lectores les sonará esta cuestión. La cansada disputa entre un supuesto «ciudadanismo» y un supuesto «obrerismo», que renace cada cierto tiempo, proviene de ese mismo dilema. En este modelo, el proceso de ajuste se hace mediante el discurso: por un lado, si buscas mayorías electorales moderas tu discurso y lo desclasas y, por otro lado, si buscas puridad te centras en tu grupo social a sabiendas de que nunca ganarás las elecciones.

Cada cierto tiempo hay una nueva versión de este mismo dilema. En 1977, tras las elecciones generales en las que el PCE obtuvo un 9,33% cuando esperaba ser la primera fuerza de izquierdas, Santiago Carrillo se dirigió de esta forma al comité central: «A los que preguntan si nuestra pretendida moderación no nos ha hecho perder votos, nosotros les aconsejaríamos estudiar las tendencias generales de la elección. La gran mayoría del país ha votado precisamente la moderación […] Este voto de moderación ha afectado también a nuestros resultados. Para la mayoría de la opinión pública somos, todavía, una opción extrema. La caricatura del “lobo con piel de cordero” aún consigue efectos. Si el partido, en su campaña, se hubiera escorado a posiciones izquierdistas, nuestra votación hubiera sido más reducida» (citado en el libro de Juan Andrade, El PCE y el PSOE en (la) Transición). Como es sabido, aquella estrategia eurocomunista desembocó en la renuncia del republicanismo, como símbolo y tradición política, del leninismo y de otros tantos instrumentos de la tradición de izquierdas. A decir verdad, tampoco es que aquella estrategia funcionara muy bien. También recientemente hemos visto otras versiones del dilema, como aquella en la que tienes que elegir entre hablar de «pueblo» (teóricamente ganador, pero desclasado) o de «izquierda» (teóricamente perdedor, pero digno).

En realidad, ambos extremos tienen parte de razón. Lo cierto es que nadie puede hacer política de forma aislada del contexto en el que opera. Tener presente la estructura social o la cultura es fundamental para abordar con éxito un proceso de mayoría. A finales del siglo XIX, el Gran Bretaña había un 43% de obreros industriales, frente al 17% de España: naturalmente las estrategias discursivas del movimiento socialista no podían ser las mismas. Y si nosotros creemos útiles las metáforas con series de HBO debemos ser conscientes del público al que nos dirigimos y la capacidad de penetración de ese discurso en realidades diversas (pues esa metáfora puede ser familiar al mundo urbano joven y ajena al mundo rural). Por otro lado, los discursos son también performativos de modo que al nombrar determinados conceptos le damos sentido de existencia mientras que al no nombrarlos se la restamos. Es decir, no hablar de «clase trabajadora» puede hacernos creer que no hay clase trabajadora del mismo modo que hablar de «ciudadanos» puede hacernos creer que todos somos iguales con independencia de nuestra posición social. Como se puede ver, ambos extremos son verdad y todo depende del acento. Pero ojo, se trata de un dilema discursivo.

Estamos tocando fibra sensible. En los años sesenta la corriente teórica del estructuralismo asumió el llamado giro lingüístico, un proceso teórico que subrayaba la importancia del lenguaje en toda práctica política. Las enseñanzas de esa novedad fueron muchas, pero los excesos también. Althusser disolvió al sujeto en su teoría y los autores postestructuralistas como Foucault o Derrida llevaron al extremo algunas de esas conclusiones hasta llegar a la conocida sentencia de este último en la que afirmaba que «no hay nada fuera del texto». Estos autores son habitualmente considerados los escritores posmodernos, que nos aportan numerosas enseñanzas pero enfrentan límites muy claros. En este caso el más evidente era su infravaloración del mundo material. Durante los últimos años* he insistido en subrayar los límites de este tipo de enfoque, sin criminalizarlo, y he recordado la necesidad de incorporar especialmente la economía política en el análisis (una consecuencia de hacer del discurso el centro es que la economía tiende a esfumarse).

Aquí está precisamente el problema. Aunque los extremos del dilema parezcan antagónicos (entre el «ciudadanista» y el «obrerista», por ejemplo) en realidad comparten la misma matriz: ambas posiciones limitan su análisis al ámbito discursivo y se olvidan de la materialidad del discurso. Ambas posiciones parecen flotar en el aire, desconectadas de una realidad que es siempre cambiante. Sí, reconocen la realidad material pero la dan como dada. Nos dicen que como la mayoría de la población es de derechas nosotros debemos ser de derechas para ganar, o nos dicen que como somos clase trabajadora basta con citar esto mismo mucho y fuerte en nuestros discursos. Como el genio de la lámpara, vendrá a nuestro encuentro. Pero, ¿realmente estamos obligados a elegir? ¿no podemos acaso cambiar la realidad material sobre la que queremos incidir electoralmente?

La propuesta de IU

La propuesta que intentamos poner en marcha desde Izquierda Unida va por ahí. Tratamos de escapar de ese dilema centrándonos en lo material-práctico. Pensamos que la presencia en el conflicto y en los espacios de socialización es parte esencial de la construcción de la identidad de clase, es decir, que es en la praxis cuando se crea la subjetividad. Pongo un ejemplo: yo no soy de clase trabajadora per se, sino porque a partir de mi experiencia y mis condiciones de vida alguien me ha explicado que eso es ser clase trabajadora. Y es verdad que la clase trabajadora industrial es actualmente una minoría, pero podemos construir la idea de que tenemos mucho más en común (clase trabajadora en general, clases populares, familias trabajadoras…). Y sin embargo esa construcción no es automática sino que se debe trabajar. Esto es lo que traté de explicar con el ejemplo del conflicto del taxi. ¿Cómo conseguimos que las personas autoconsideradas de «clase media» pero precarizadas e inseguras sientan que son en realidad «clases populares» o «familias trabajadoras» y que por lo tanto están unidas a nuestros intereses? Estando en los barrios donde están esas personas, en sus bares, en sus lugares de socialización -pero también en sus whatsapp-, con una propuesta política bien elaborada. No pretendo que unamos a las clases altas, pues creo en la lucha de clases y eso es imposible, pero bastaría con sumar a los que sufren las consecuencias más nefastas del capitalismo. No son el 99% pero suman para ganar elecciones, especialmente en períodos de crisis.

Dicho de otra forma: creemos que la gente se identifica mejor con nuestro proyecto político común si esa gente comprueba que tiene que ver con la resolución de sus conflictos cotidianos, y creemos también que la gente forma su conciencia política en los espacios de socialización. No le restamos importancia a los discursos, pero no nos quedamos ahí. Buscamos juntar la habilidad de detectar qué palabras y discursos hay que usar en cada momento con la necesidad y aspiración de tener nuestras sedes llenas y los centros sociales, bares, plazas y barrios contaminados de nuestra gente e ideas. Creemos que esto genera unas bases mucho más sólidas y autónomas que la alternativa de depender, por ejemplo, de medios de comunicación ajenos.

Lo que queremos decir es que si nosotros incidimos en la realidad, aquellos que en la fotografía hoy son moderados mañana pueden no serlo. Y que aquellos que son abstencionistas o incluso conservadores pueden cambiar de opinión y mañana hacerse rojos, verdes o morados. Pero para ello las organizaciones tienen que estar en la calle, en los barrios, en todo conflicto social y en todo espacio de socialización (que también incluye, por cierto, los espacios virtuales). Eso es lo que significa un intelectual colectivo, una organización capaz de penetrar en todos los ámbitos de la sociedad armada con su propia propuesta que crea identidad y que al mismo tiempo se deja mezclar. En la praxis no tienes que elegir entre desclasarte o estancarte, no existe dilema, pues puedes cambiar el propio terreno de juego. Y a la praxis va la organización preparada con su mejor discurso y práctica política. El Socorro Rojo Internacional era una cosa y los Ateneos otra, pero ambos respondían a la misma idea.

En estos momentos la extrema derecha no ha llegado aún de forma significativa a los barrios obreros. Pero podría hacerlo. Que no lo consiga depende de nosotros. No insistamos en ese error más tiempo. Y para evitarlo estaría bien que la izquierda dejara de pelearse por cosas como que si eres feminista no estás siendo de clase obrera y si estás siendo de clase obrera no estás siendo feminista. Que es el mismo problema de antes, en otra nueva versión. Hace unos meses mi intervención en el debate sobre las políticas de identidad estuvo motivada por esta inquietud. Y es que el postmodernismo más criticable, el de los excesos discursivos, se presenta también muchas veces en la forma de ortodoxo obrerismo. Las redes sociales están llenas en estos días de muchos ejemplos así. Pero la mejor forma de evitar esto mismo es pasar a la acción. De mi humilde experiencia puedo asegurar que he aprendido que la clase se construye así, en la praxis, y que entonces la gente entiende que no hay necesidad de elegir entre ser rojo, verde o morado.

Con esta nota espero que a quien le interese pueda comprender mejor la base teórica que hay detrás de nuestra apuesta política. No es una propuesta accidental. Tampoco somos una tercera vía ni hemos inventado la rueda. Simplemente hemos aprendido de nuestros mayores, que para construir clase trabajadora montaban una sede del pueblo con un bar e invitaban a todo el barrio a socializar allí. Hemos aprendido del movimiento obrero, de la PAH y del movimiento ecologista y feminista (¿habéis visto alguna vez qué ocurre cuando una mujer va a un espacio feminista y escucha de otras mujeres las mismas experiencias que hasta entonces ella pensaba que le ocurrían en solitario?). Todas esas enseñanzas tratamos de incorporarlas en nuestro bagaje con el mismo objetivo: una mejor y más eficaz práctica política.

Y aunque las autocitas son feas, hace poco más de dos años escribí un artículo que terminaba así: «la solución, en breve, no es representar al pueblo. Es ser pueblo. La solución no es que desde púlpitos acreditados, y tras debates escolásticos dignos de la autocomplacencia más pija, se propongan recetas mágicas para el juego de la representación institucional. La única forma posible de evitar la barbarie, sea en la forma de Trump, LePen o cualquier otra, es descender del reino de los cielos al reino más mundano de la vida cotidiana. Nuestro objetivo es convertirnos en conflicto, que es la cristalización de las contradicciones del sistema y de la globalización, y autoprotegernos y autoorganizarnos como clase, como víctimas de la crisis. La clase se expresa también en nuevas fórmulas discursivas y de tono, de la misma forma que tiene otras manifestaciones culturales que van más allá del indie y de la tribu hipster. Nuestra clase no son sólo los trabajadores de cuello azul, sino también las mujeres que realizan trabajos de cuidados sin remunerar o los jóvenes habituados a las nuevas tecnologías pero no al empleo. Por citar algunos ejemplos concretos. Todos ellos, todos nosotros, exigimos una izquierda a la altura del momento histórico. Unidad, organización y, sobre todo, praxis. Sin filosofía de la praxis seremos todos unos pijos sin utilidad». Pues eso.

 

Notas:

(*) En un debate que tuve con Pablo Iglesias en febrero de 2014, antes de la irrupción electoral de Podemos, discutíamos sobre el uso de las emociones para hacer frente al fascismo. En aquel debate, yo puse de ejemplo a la Plataforma de Afectados por la Hipoteca por operar como un intelectual colectivo capaz de convertir sensaciones de injusticia en compromiso político gracias a su inserción en el conflicto [enlace al momento concreto del debate]. Pablo defendió usar la emoción y huir de la política gris, y no sólo no le faltaba razón sino que unos meses más tarde así lo demostró, pero yo apuntaba que también hacía falta algo más: construir los cimientos desde abajo.

Unos meses más tarde, en noviembre de 2014, escribía esto en LaMarea: «la capacidad de canalizar la rabia de la gente a través de lo que Laclau llama un “significante vacío”, es decir, un discurso con calculada ambigüedad ideológica que consigue unir demandas insatisfechas de gentes de muy diferentes estratos sociales, es limitada. Mientras mayor es la insatisfacción social mayor es esa capacidad, desde luego. Pero atraer no es convencer. Y eso significa que es posible estar construyendo un gigante con pies de barro». Ese mismo mes tuve un debate con Íñigo Errejón en FortApache sobre los límites del populismo y en concreto del concepto “casta” [enlace al vídeo]. En marzo de 2015 volví a insistir en la idea en otro artículo al decir que «la utilización de significantes vacíos tales como casta son hipotecas de cara al futuro. Se convierten en conceptos en los que la gente proyecta sus fantasías políticas –en sentido lacaniano, pero sin mayor compromiso que ese mismo. Y, lo más importante, se transforma todo en un fenómeno reapropiable por otros sujetos políticos». Con ello intentaba explicar la reciente irrupción de Ciudadanos, que entonces se consideró el «Podemos de derechas», subrayando que las construcciones discursivas son frágiles y permiten reapropiaciones. Un mes más tarde debatí de esto mismo con Carlos Fernandez Liria y Maria Eugenia Palop, de los que siempre aprendo, y existe un vídeo del acto. Y desde entonces mis esfuerzos se centraron en reclamar más economía política y menos giro discursivo, como en este artículo de agosto del 2015.

Releyendo aquellos análisis y debates veo cosas en las que me equivoqué, y otras tantas que faltaron. Sin duda una de las grandes ausencias fue hacer notar que esa fragilidad discursiva, esa posible reapropiación de las palabras, no sólo ocurre en los conceptos «posmodernos» sino en todos, también en aquellos más clásicos. Yo estaba ciego ante esa posibilidad, quizás justificado en que no era un analista neutral sino un actor electoral al que influía el objetivo de salvar a IU en un momento en el que todos nos daban por derrotados. Acentué una parte y me olvidé de la otra.