En 1954 comenzó la guerra de independencia de Argelia frente a su metrópoli francesa. Habían pasado nueve años desde el final de la II Guerra Mundial, en la que miles de argelinos habían luchado y muerto en el bando aliado (por cierto, excepcional película sobre la cuestión: Indígenesde Rachid Bouchareb), y ahora Francia tenía que hacer frente a la descomposición del resto sus colonias. El vasto imperio francés se había ido desmoronando en el transcurso de la IIGM y otras muchas colonias se perdieron inmediatamente después, por ejemplo las actuales Camboya, Laos y Vietnam. Sin embargo, la guerra de Argelia fue especialmente dura para el espíritu nacional francés, algo que describe bien el hecho de que una película como La Batalla de Argel, producida en 1966, estuviera prohibida en la Francia democrática hasta 1971.

Pero aquella guerra tuvo otros efectos menos conocidos. Aunque para los colonizados el conflicto se remontaba al siglo XIX en forma de saqueos, explotación y opresión, en Francia los movimientos conservadores exprimieron durante la guerra el orgullo herido del mítico imperio. Los partidos de derechas y católicos radicalizaron sus discursos nacionalistas, imperialistas y anticomunistas (Indochina se había perdido frente a Ho Chí Minh), volviendo a normalizar un discurso que desde el final de la II Guerra Mundial había sido políticamente incorrecto. Esa circunstancia fue aprovechada por el poujadismo, un movimiento populista de la pequeña burguesía (el partido liderado por Pierre Poujade se llamaba Unión de Defensa de los Comerciantes y Artesanos) al que Maurice Duverger definió como fascismo primitivo. De hecho, en las elecciones de 1956 el poujadismoobtuvo 56 diputados en la Asamblea Nacional, siendo uno de ellos Jean-Marie Le Pen, quien había sido uno de los centenares de miles de soldados que participaron en la guerra de Argelia. En 1972 Le Pen fundaría el Frente Nacional, un aglomerado de partidos de extrema derecha que, con un discurso ultranacionalista y xenófobo, criticaba a la derecha democristiana por blanda y centrista, y que diez años después superaría el 10% en las elecciones europeas.

Es decir, en la Francia más vacunada contra el fascismo, la que había sido liberada en 1944, apenas hicieron falta diez años para que nuevas formas de fascismo se abrieran paso a través del nacionalismo y el relato mitificado de la historia del antiguo imperio. Fue la normalización del discurso reaccionario la que permitió la consolidación y crecimiento de las nuevas formas de extrema derecha.

En España los fenómenos recientes guardan cierto paralelismo, y también ahora y aquí la radicalización de las derechas ha sido parcialmente responsable de la irrupción de la extrema derecha, hasta el punto de que ya es incluso difícil diferenciarlas. En efecto, la ola reaccionaria actual puede rastrearse, entre otras cosas, en los discursos reaccionarios de partidos como PP y Ciudadanos. Desde hace más de un año hemos asistido a la normalización de un discurso irresponsable y antidemocrático que, no obstante, se ha extendido más allá de las cúpulas políticas de la derecha.  Es cierto, por ejemplo, que la extrema derecha tuviera desde el inicio un discurso xenófobo y racista, pero eran políticamente residuales. Sin embargo, su actual emergencia ha tenido mucho que ver con la competición entre Albert Rivera y Pablo Casado por ver quién decía más barbaridades sobre invasiones inmigrantes junto a la valla de Melilla; competición que tuvo su notable eco y amplificación en los medios de comunicación de derechas. Ello normalizó el discurso de la extrema derecha, haciéndolo políticamente correcto para millones de personas. Y así hemos llegado a la paradoja de que la extrema derecha ha emergido políticamente en Andalucía justo en el momento en que hay unas ciento cincuenta mil personas extranjeras menos en Andalucía que antes de la crisis económica.

Más relevante me parece el efecto nacionalista. De hecho, los resultados en las elecciones andaluzas de las tres candidaturas de derechas son claramente la expresión política del 1-O, la cristalización de la frase «a por ellos» que acompañó la intervención policial en el día del referéndum independentista. Pero no nos equivoquemos: no hablamos del simple reflejo de cómo la gente reacciona ante un proceso así sino, sobre todo, de cómo la derecha tradicional abordó dicho proceso.

En el Congreso, por ejemplo, desde hace meses es habitual escuchar a los diputados de PP y Ciudadanos referirse a todo el nacionalismo catalán como «golpistas». Incluso Pablo Casado y Albert Rivera han deslizado, cuando no dicho abiertamente, que el propio presidente del Gobierno es también un golpista. Este relato, inducido y extendido por los grandes medios de comunicación y sus principales periodistas, ha ido normalizando un estado emocional de excepción en nuestro país. Esa normalización se ha constituido como nuevo sentido común y no es poca la gente que vive en contextos donde pensar de otra manera es, sencillamente, ser la «anti-España». Y no ha habido apenas contrapesos a esta dinámica. Hasta el propio independentismo tardó en reaccionar, y lo hizo recientemente con una muy elaborada y sofisticada intervención de Joan Tardá en la que advertía que si ellos [por ERC] eran unos «golpistas» entonces aquellos [por PP y CS] eran unos «fascistas». En realidad Tardá estaba reconociendo que siendo el problema tan complejo no podía permitirse que una institución como el Congreso normalizara una acusación tan grave como la de «golpistas». Solo después de la mucho menos sofisticada y más gruesa provocación de Gabriel Rufián, que condujo a su vez a una escandalosa denuncia falsa de Josep Borrell por un «escupitajo» que no existió, tomó Ana Pastor como Presidenta del Congreso la decisión de censurar tanto las acusaciones de «golpista» como las de «fascista». Tarde, muy tarde: la gente ya se había acostumbrado a los excesos retóricos de sus líderes.

Pero no fueron sólo los líderes políticos, pues para entonces ya el resto de instituciones democráticas estaban dando muestras de contaminación del virus reaccionario. Por una parte, el mismo 3 de octubre el Jefe de Estadoinstó a las masas a la radicalización y, en vez de mantenerse neutral y abrir vías para el diálogo político, prefirió montarse en el caballo de guerra. Por otra parte, las altas instancias del poder judicial, sin ir más lejos, estaban ya preparadas cuales cruzados medievales y se veían -y se ven- a sí mismos como patriotas que defienden la Constitución Española [en realidad, sólo su artículo 2]. Incluso cuando la Justicia europea les advierte de su extralimitación, los jueces españoles les responden con desdén como diciendo «qué sabrás tú de democracia» y acaban pidiendo, como hiciera el presidente del Consejo General del Poder Judicial, Carlos Lesmes, amparo al Gobierno. ¡Amparo frente a las decisiones de la Justicia europea! Y lo mismo puede decirse del ya destituido Abogado de Estado que insistió en acusar por «rebelión», y también con prácticamente toda la prensa escrita y televisada, que han normalizado la creencia en que hubo unos peligrosos golpistas que amenazaron la democracia española y frente a los que vale prácticamente todo.

Se dice que un sesgo cognitivo es una desviación de la racionalidad que se da en nuestro pensamiento cuando nos formamos una idea rápida sobre algo, de tal manera que dicha idea sea coherente con nuestros prejuicios. Dicho un modo algo grueso: se da cuando seleccionamos de forma inconsciente aquella información que es consistente con una conclusión establecida a priori. Así, millones de personas ni siquiera se han parado a pensar si el referéndum del 1-O es comparable de verdad (en violencia, objetivos o medios) al Golpe de Estado de 1936 o incluso a la intentona golpista de Tejero en 1981. O si un documento sin validez jurídica puede tomarse en serio como una declaración de independencia que justifique una quincena de años de prisión (hasta se ha olvidado lo irónico de que el propio Gobierno de España, para decidir si aplicaba el artículo 155, tuviera que preguntar al Govern que qué era realmente aquella declaración de independencia). Para esos millones de personas ha sido mucho más sencillo quedarse con la visión irracional, pero simple y reaccionaria, de que cualquier cosa que cuestione cierta interpretación de la unidad de España es, por defecto, peligrosa. Y todo facilitado por el hecho de que las principales instituciones del sistema político (jefatura de Estado, jueces, medios y partidos políticos) han insistido en la misma reaccionaria idea.

Probablemente esto pueda explicarse en la propia naturaleza de la derecha española. En países de larga tradición democrática como Alemania o Francia, la derecha conservadora se niega a pactar con la extrema derecha. Lo hace porque es consciente de los riesgos que tienen ese tipo de proyectos. En España ya hemos visto que PP y CS se han lanzado en sus brazos en cuanto han podido. Y es que la derecha española no tiene una matriz democrática, sino autoritaria y reaccionaria. Y ya sabemos cuáles han sido las prioridades de esa derecha a lo largo de la historia: preservar el poder de las clases pudientes, combatir a la Ilustración en casi todas sus formas (especialmente en la socialista y masona), acabar con los «separatismos» y todo ello en nombre de una nación española que anclaría en los visigodos, seguiría con la Reconquista, el imperio español, una versión iliberal de 1812 (más por su resistencia al extranjero que por su liberalismo), y otra serie de hitos en la misma línea. La derecha española está recuperando esta rancia versión suya, con un tamiz de aznarismo, hasta el punto de que en los últimos meses hemos escuchado decir a Pablo Casado que «la hispanidad es la etapa más brillante del hombre» y a su número dos, Teodoro García, publicar versos tanto de un poeta franquista como de un capitán de los tercios de Flandes [que nos hablan de raza, traidores y cruzadas]. Los diputados de Ciudadanos, mientras tanto, defendían el mantenimiento del delito de injurias a la Corona o a los símbolos nacionales en virtud de la defensa de principios y valores españoles. Una vuelta al pasado.

Y permítanme ya el último apunte histórico. En los años treinta la CEDA, la principal organización de la derecha católica y autoritaria, tuvo como líder a Gil Robles, un orador que, siguiendo los estándares de la época de entreguerras, incendiaba con sus discursos reaccionarios a las masas. Sus diatribas contra los comunistas y los separatistas y su defensa del orden y la ley de la «civilización cristiana» animaron a gran parte de la derecha a sumarse al espíritu antidemócrata y golpista, ya de larga existencia en el país. Las juventudes del partido, las camisas verdes de las Juventudes de Acción Católica (JAP), se radicalizaron especialmente. Cuando en el último trance, allá por marzo de 1936, la CEDA intentó moderar su discurso y puso de líder a Giménez Fernández, ya era demasiado tarde. Giménez intentó que la CEDA reconociese la República (cosa que no habían hecho ni harían nunca), pero el golpe de Estado militar arrasó con todo. Para entonces, muchos líderes de la CEDA ya estaban en lado golpista, las masas estaban convencidas de la «necesidad» del Golpe y las juventudes «japistas» se habían pasado mayoritariamente a la Falange. Mi abuela y sus hermanos se afiliaron a la Falange en Málaga precisamente en ese contexto. Paradojas de la historia Gil Robles terminó siendo persona non grata del franquismo, pues se le culpaba de colaboracionismo con la República, al igual que le ocurrió a muchos otros líderes de la CEDA (algunos, como Luís Lucía incluso terminaron muriendo en una cárcel franquista). La historia no se repite, pero proporciona enseñanzas sugerentes que no deberíamos desatender.

Por todo lo anterior no termino entender la polémica sobre si hay o no hay 300.000 fascistas en Andalucía, o un par de millones en España. Como he dicho otras veceses verdad que el fascismo fue un fenómeno complejo que se ajusta con dificultad a los nuevos modelos de la extrema derecha. Pero es que incluso aunque nos refiramos a los fascismos de entreguerras, ha de tenerse muy presente que no todos los votantes de aquellos partidos eran en sí mismo fascistas. No todos, y probablemente ni siquiera en su mayoría, votaron por la matanza de judíos, las cámaras de gas, las guerras mundiales o el exterminio de los comunistas y los liberales. Y, sin embargo, los procesos acabaron de aquella forma; razón por la cual la memoria histórica de países como Alemania o Francia sugiere no dar oxígeno a la extrema derecha. Muy diferente de lo que está pasando en España.

Estos días estoy leyendo sorprendido a muchísima gente, desde periodistas hasta dirigentes políticos, insistir en que los votantes de extrema derecha no son fascistas. Algunas personas lo justifican por estrategia comunicativa, y creo que tienen razón: la estigmatización por esa vía no funciona. Sin embargo, creo que se corre el riesgo de pasar de la banalización a la normalización, y eso es incluso más peligroso. Muchos de los artículos publicados por la derecha española van en ese sentido, justificando que la extrema derecha española es, en realidad, un partido más que no se ajusta a las definiciones históricas. Y ahí tenemos a los mismos medios de comunicación que nos llaman «golpistas» a todos los que no somos reaccionarios dándonos lecciones de pulcritud terminológica. Manda huevos, que diría aquel.

A lo mejor la pregunta no es cuántos fascistas hay, cuestión que no nos lleva a ningún sitio, sino cuáles son los vectores a través de los cuales personas normales, familiares y amigos, votan a partidos de extrema derecha que, si no son fascistas, se les parecen mucho. Solo así seremos capaces de combatir esta ola reaccionaria que aunque no es solo española sí que adquiere unos parámetros muy específicos en nuestro país. Hoy más que nunca necesitamos reivindicar nuestro modelo de país y sociedad, que a diferencia del de los reaccionarios, sí es compatible con la democracia.